Por una Europa social
En su 60º aniversario, la UE debe favorecer a sus ciudadanos más débiles
Londres, como ayer Berlín, París o Madrid, golpeada por el terrorismo. Las oleadas migratorias. Las injerencias de autoritarismos, ya de Moscú, ya de Washington. El intolerable nivel de desempleo. Todos esos grandes problemas de los europeos solo pueden abordarse mediante su unión. Como han demostrado los 60 años de la UE, la unión hace nuestra fuerza, y la desunión nos debilita. Compárese la potencia del conjunto de los Veintiocho con su fragilidad si van dispersos.
Mirar al pasado contrasta los aciertos y errores registrados. Detenerse en la complacencia o en la autoflagelación es inútil. Los seis decenios de vida de la Europa real son un éxito en la consolidación de la paz, la expansión continental de la democracia, el afianzamieno de la prosperidad y la cohesión: es “el mayor experimento político del siglo XX”, como dijo Barack Obama. Pero salpicado de reveses, crisis y vaivenes.
En los años cincuenta, el reto de Europa era dramático: volver a existir. Pero también claro, y alcanzable con el esfuerzo de sus ciudadanos y Gobiernos. En cambio, sus envites actuales —de la seguridad al cambio climático, del libre comercio al crimen organizado— son de naturaleza global. Los europeos solo pueden influir en su solución, codecidir con otros, consorciar su soberanía, ya compartida. Es una asignatura menos dramática, pero más compleja. Imposible de aprobar desanudando la cohesión lograda, o tolerando su erosión.
Se ha hecho mucho. Y hoy, frente al catastrofismo, atravesamos el cuarto año de crecimiento, el desempleo se ha reducido a un dígito, 13 de los países del mundo con mayor calidad de vida y cinco de los más competitivos militan en la UE. Esta no ha perdido su capacidad de seducción, ni siquiera con el escenario del separatismo británico.
Ni complacencia ni autoflagelación: políticas para activar los valores de un experimento único
Pero falta mucho más. Las secuelas sociales de la crisis, que siguen cebándose sobre los más vulnerables; el aún débil ritmo de crecimiento, condicionado por una obsesión excesiva por la austeridad; las resistencias a la modernización tecnológica y educativa que redundan en una competitividad inferior a la potencial; la escasa capacidad de influencia exterior, incluso en los ámbitos cercanos (de Ucrania a Siria o Libia), cuando es más necesaria por cuanto el manto protector de EE UU disminuye o desaparece; los cuantiosos, aunque localizados, déficits en libertades internas, entre los nuevos socios, y también en seguridad externa… Esa panoplia esencial de problemas irresueltos es también la de tareas a emprender con mayor celeridad, bajo liderazgos renovados, que afronten las insidias del populismo ultraderechista, ducho en capitalizar todo descontento provocado por la insuficiente acción institucional. La declaración que los dirigentes europeos proclamarán hoy en Roma es un sintético pero buen resumen de todo ello.
Ahora bien, la necesaria defensa y actualización de la misión pacificadora y cohesiva de la Unión, de sus valores democráticos, de su principios federalizantes y de sus políticas armonizadoras no debe dispersarse en un catálogo infinito de medidas convenientes. El desafío quizá sea renovar la narrativa del empeño común. Pero solo hay relato si hay hechos. Concretos: o se prioriza, o la amalgama de buenos deseos abocará a la nada.
No a las listas infinitas de medidas: prioricemos. Rescatemos el alma social y cívica de la UE
De modo que entre los grandes objetivos conviene destacar algunas prioridades, alcanzables además sin grandes reformas inmediatas de los Tratados, cuyos abstrusos recovecos institucionales suelen polarizar más que aunar. Y mejor aún si se pespuntea desde la propia autonomía europea. Entre ellas figura la necesidad de imprimir un giro social a la UE. La institucionalización de la unión económica-monetaria, aún incompleta, ha ido desparejada de la preocupación por una equilibradora profundización social, motivo de desafección que aprovechan los demagogos.
El giro social debe ser la prenda de que ningún arrinconado por la crisis financiera o por algún efecto colateral negativo de la economía globalizada queda a su suerte, sin el apoyo de la Unión, sobre todo allá donde no llegue su propio Gobierno. Debe empezar por un cambio más decidido en la política fiscal, completando la seriedad presupuestaria con nuevas (y calculadas) políticas expansivas en pro de la inversión, el crecimiento y el empleo.
Debe seguir por la revitalización de los derechos sociales, y por medidas paliativas —sin locuras presupuestarias— a favor de los millones de abandonados, parados de larga duración, jóvenes a la búsqueda de un lugar, pobres de solemnidad, nuevos trabajadores pobres y pobres energéticos, los más desiguales por abajo, los ancianos desprotegidos y los niños carentes de todo.
Hasta ahora eso ha sido responsabilidad casi exclusiva de los Estados. Los mediocres resultados obtenidos aconsejan una mayor colaboración, cooperación (y/o comunitarización) entre los distintos niveles de gobernanza. En el grado que se decida, pero que sea efectivo. Porque al cabo, el “modelo social europeo” encabeza seguramente el abanico de señas de identidad acuñadas por los ciudadanos de este viejo, pero aún prometedor continente.
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