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Columna
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Vilma

CUANDO era niño y no podía conciliar el sueño, te orillabas al borde de la cama y me cantabas El Ruiseñor, de Joselito. Lo debes haber hecho con mucha frecuencia pues tengo esa letra y esa melodía triste grabadas en la memoria. Es una canción que habla de un amor contrariado, lleno de obstáculos, celos, distancia y soledad. “Dónde estará mi vida, por qué no viene, qué rosita encendida me lo entretiene”. He tardado años en descubrir que, mientras entonabas esa melodía, estabas a la vez, inconscientemente, relatándome tu historia con mi padre: la historia apasionada pero tormentosa entre una joven de 20 años y un hombre casado que le doblaba la edad. Un idilio que surgió allá en Lima, a fines de los años sesenta, generando felicidad y dolor a partes iguales.

Supongo que durante esas noches de mi infancia fue que empecé a obsesionarme con mi origen, y a verte ya no solo como madre, sino como una mujer capaz de revelarme, a veces involuntariamente, las confidencias más vitales e incómodas.

No sé si lo has notado, pero desde que murió mi padre nos hemos vuelto grandes amigos, capaces de hablar sin tapujos, incluso de cosas que madres e hijos tradicionalmente no suelen decirse por miedo o pudor; todo lo cual me parece una especie de milagro considerando el mal pronóstico que tenía nuestra relación durante esos años en que mi adolescencia coincidió con tu menopausia y todo lo resolvíamos a gritos, reproches y portazos.

No te sorprendiste del todo el día que te confesé que quería escribir una novela sobre mi padre, es decir, sobre las cosas que ignoraba de él.

Debe ser por el grado de entrañable frontalidad que nuestras conversaciones han ido asumiendo, que no te sorprendiste del todo el día que te confesé que quería escribir una novela sobre mi padre, es decir, sobre las cosas que ignoraba de él y que había descubierto después de su muerte.

Es verdad que la idea no te gustó nada al principio, pero tus contradicciones pronto te delatarían: por un lado asegurabas que “de ninguna manera” contribuirías con ese “libro infame”, pero por otro (después de algunos vinos que yo te hacía beber, es verdad) te despachabas detallándome los entretelones de tu amorío, en 1969, con ese elegante coronel del ejército de origen argentino que era mi padre, llamado por todos el Gaucho Cisneros, al que yo conocí 18 años de mi vida.

Como sabes, la realidad y la ficción se entremezclan en toda narración literaria, y por eso en la novela –que finalmente escribí y publiqué– hay momentos que quizá no se corresponden con tus recuerdos, pasajes que tú has encontrado duros, engañosos e injustos. Respeto tu opinión y no puedo alegar nada a mi favor. Tienes derecho a creer que son invenciones, tal vez lo sean. Yo solo he tratado de poner en práctica eso que decía Sartre: “Un escritor dinamita su vida y construye con los escombros de su biografía los ladrillos de su escritura”.

Supongo que escribo esta carta para agradecerte que, a diferencia de otros parientes, tú me hayas perdonado el atrevimiento de novelar nuestra vida familiar. Quisiera prometerte no volverlo a hacer, pero ya sabes: fuera de los libros, no me gusta mentir.

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