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Columna
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A Morrisey

QUERIDO MOZ: Seguramente escribirte una carta sea la segunda peor idea del mundo. La primera sería abordarte en un restaurante vegetariano o en un local de copas de alguna calle de Roma o Los Ángeles o por donde pares ahora y declararte mi admiración, agradecimiento, pleitesía en mi inglés siux./

La tranquilidad que me da que nunca leerás esta carta me permite decirte que me encanta que seas un bocazas, vanidoso y busca líos. Todo agitándose en el mismo cóctel. Hay demasiada gente que abre la boca para no decir nada. Palabras llenas de genuflexiones para que les sigan comprando su muestrario de medias y calcetines de viejo. Eres el sueño de Oscar Wilde. Eres su mundo sin Bosey sólo con Reinas de Corazones a las que desprecias recordando que están muertas.

El primer vinilo que me compré no sabía ni qué contenía. Me encantó la portada: Jean Marais del Orfeo de Jean Cocteau. La canción, las tres que contenía aquel maxi me volaron la cabeza, especialmente This Charming Man y Wonderful Woman. La guitarra, unas doce cuerdas que resonaban como un tío vivo manejado por Roger McGuinn, el bajo que saltaba como el coche de Pedro Picapiedra dentro de tu corazón y luego estabas tú y lo que decías y lo que parecías decir, ese primer canto a la soledad del cuerpo, a la imposibilidad de encontrar refugio, al determinismo darwinista de ser feo, raro, estar solo pero exigiendo el derecho a todo. Lo nuestro fue un amor a primera escucha.

Ese canto al determinismo darwinista de ser feo, raro, estar solo pero exigiendo el derecho a todo. Lo nuestro fue un amor a primera escucha.

A The Smiths no los heredé, sino que me los encontré al mismo paso mientras iba al instituto. Me gustaron, los detesté, los ignoré, recuperé y seguí disfrutando. Me recuerdo, adolescente, traduciendo en cuadernos con diccionario y Rocío, mi prima lista de Madrid, tus letras. Con ellas fui más allá a la hora de escribir mi poesía. Mis protagonistas ya se besaban bajo puentes de hierro o invocaban el Armagedón para que arrasaran el que no pasara nada en mi barrio y en mi vida. Tus versos siempre tenían un asesino entre líneas. Al primer despiste, la canción de amor era mezquina, quien te besaba debía cerrar los ojos para no ver tu fealdad o te preguntas cómo siendo tan guapo y divertido duermes solo esta noche. Sin darte cuenta, aparece Jack y te destripa. Me enseñaste eso y a poder ser atrozmente romántico, más allá de la cursilería había un territorio sólo para valientes. Escribir desde ese punto en que amar es humillar tus sentimientos y decir que quizás no se sepa qué se quiere pero sí qué se necesita. Un ejemplo. There’s A Light That Never Out. Ese momento de la noche y de estar atrapado en una fantasía más real que lo cotidiano. Ese momento en que la vida es poco y piensas que sería un honor que, en ese preciso momento, un camión de 10 toneladas te aplastara con tu amante para no sobrevivir a lo que sientes ahora. Uno ha de ser muy bueno para jugar con eso y no hacer el ridículo.

Oye, Moz, gracias porque me enseñaste a esconder el asesino en lo que escribo y, en cierto modo, a decidir lo honesta que quise que fuera mi vida.

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