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Columna
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Las olas vagabundas

Manuel Rivas

EN LA CARTOGRAFÍA de los territorios salvajes hay un lugar marino donde se podría situar el centro exacto del abandono. Allí donde hay días que se sobrepasa la fuerza de lo medible en la escala de la fuerza de los vientos de Beaufort.

Xosé Iglesias, nacido en 1974, en Cee (Costa da Morte), capitán de pesca, estuvo cuatro años allí, en el peñón de Rockall, en primera línea de riesgo. Los antiguos navegantes fenicios transmitían una regla útil e irónica para enfrentarse a una tempestad: “Reza si quieres, pero no sueltes nunca el timón”. Iglesias, en la tempestad, no soltaba el timón y ejercía a la vez el derecho a soñar. Tener su propio barco. “Uno es como el barco que sueña”, me dice. “Si tienes cicatrices, las tendrá el barco, y según pienses, así pensará el barco”. El sueño de Xosé no era un gran buque. No era un moderno Titanic. Según el santo Brandán, el alma tiene forma de barca. Y otro legendario navegante, el capitán Joshua Slocum, dio la vuelta al mundo en una balandra, el Spray, que tenía, más o menos, la eslora del Primero Villar, el barco de pesca artesanal que compró Xosé Iglesias con los ahorros del larguísimo combate en Rockall. Un alma de nueve metros.

Cuatro años en el extremo Gran Sol, en el límite de lo inaccesible, en el Rockall. El sitio más duro, donde casi nadie se aventura. De los pioneros gallegos en ese frente sin tregua se decía: “Barcos de madera, hombres de hierro”. En febrero del año 2000, un buque oceanográfico inglés registró en el peñón de Rockall las mayores olas jamás medidas por instrumentos científicos en la mar. Olas gigantes a las que también llaman las vagabundas. Xosé Iglesias estaba allí, en el Grampian Avenger, aquel febrero, cuando pareció que se habían dado cita todas las olas vagabundas para tocar el cielo con la cresta. Una de ellas alcanzó los 29 metros de alto. El equivalente a un edificio de 10 pisos. Lo supo tiempo después, cuando los oceanógrafos publicaron el informe. En la médula del esqueleto le quedó para siempre la memoria de la vibración causada por la vagabunda gigante. Desde la primera barca de la infancia hasta aquel buque herrumbroso crujiendo y resistiendo en el corazón de las tinieblas del oeste escocés, Xosé Iglesias llegó a una convicción: la de un barco es una de las dos mejores construcciones humanas.

En la médula del esqueleto le quedó para siempre la memoria de la vibración causada por la vagabunda gigante.

 ¿Y la otra? La otra es la poesía. “En la pila de mi bautismo había agua de mar”. Dicho por Xosé, no es una metáfora. De su bautismo de mar, en la chalana del abuelo, Francisco Miguéns, lo que recuerda justamente es una asombrosa imagen poética: la ardora, la ría de Fisterra incendiada de fósforo de algas en la noche, y los delfines saltando ante ellos como luminosos acróbatas marinos.

Lo primero que debería haber dicho de Xosé Iglesias es que existe. De su paso por Rockall quedan poemas estremecedores como BBC 198 Quilociclos: “Sin estrellas no hay coordenadas / Sin horizontes el rumbo raja / la rosa por su raíz…”.

“Yo escribo en el mar”, afirma Xosé. Y esto tampoco es una metáfora. Sale temprano, cada día, antes de amanecer. A esa hora, el único cuaderno posible es la pantalla luminosa del móvil. Todos sus poemas están escritos así, letra a letra, balanceándose. “Me apoyo en los versos para navegar”. Es de la estirpe del gallego Manuel Antonio, del catalán Salvat Papasseit o de Las sin sombrero, las mujeres ocultas y ocultadas de la generación del 27. Me recuerda al poeta conductor de autobús al que da vida el actor Adam Driver en la película Paterson (2016), de Jim Jarmusch, y donde con palabras comunes se nos regala una belleza insólita.

En la pesadilla futurista que George Orwell describía en 1984, un poder totalitario controlaba las mentes por medio de la llamada neolengua. En los tiempos de la posverdad, la neolengua ha dejado de ser una ficción. Hay altos estrados mundiales donde la mentira habla con desparpajo oficial. No es de extrañar que la verdad se esconda en lo más frágil, en lo más excéntrico. Y que volvamos a buscarla en esa lengua secreta que todavía llamamos poesía. A la manera de Xosé: “Eco de los cetáceos / Sonar del abismo / que nos mantiene a flote”.

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