La muerte en torno a un café
E L CAFÉ DE LA MUERTE reúne en torno a una taza de esa bebida a personas que quieren hablar de lo inevitable. De su final y el de los demás. La iniciativa nació en Londres en 2010. Jon Underwood, el creador de la idea, la inició en su hogar. Después se popularizó en todo Reino Unido, Europa, Australia, Estados Unidos o Asia (hay 3.700 de estos establecimientos en el mundo). “Esto funciona sin agenda”, me dicen los organizadores, Jorge Browne y Matías Reeves. “Es solo una invitación a tener una conversación libre, franca y honesta en torno a lo inevitable. Súmate, ya lo han hecho muchos en el mundo. Los cupos son limitados. Además, hay algunas pizzas y vino para compartir”. Los asistentes son jóvenes profesionales en la treintena que no están cerca del trance mortal, pero sí quieren pensar en el óbito. Lo habitual –me cuentan– es que empiecen a hablar de la muerte en teoría para terminar por hablar de la de su madre, de un amigo. Esta primavera, la iniciativa llegó a Chile, donde la esperanza de vida ha pasado en un cuarto de siglo de 70 a 80 años. Esto es una señal de desarrollo y también una paradoja. Después de luchar por sobrevivir, por tener un mayor bienestar durante nuestra estancia en este mundo, queda la tarea imposible de dejar de vivir, de dejar de hacer lo único que sabemos hacer. ¿Para hacer qué? ¿Para ir adónde? Las distintas religiones tienen respuestas para esto, pero no son certeras. Y lo que necesitamos, lo que la televisión, los diarios y las redes sociales nos ofrecen, son justamente certezas: datos, técnicas, consejos, terapias, estadísticas, que frente a la infinidad de la muerte nos sirven de nada o casi nada.
La muerte como parte de un colectivo, de una familia, de una comunidad quizás es posible, incluso pueda llegar a ser deseable.
¿Qué sabemos de la muerte? Sabemos que a todos nos llega nuestra hora. Sabemos que lo haremos solos. O quizá no. La muerte como un destino individual, como el fin de todos los que poseemos o creemos poseer nuestra vida es naturalmente inadmisible. ¿Por qué aceptan entonces morir fanáticos y mártires del mundo entero? ¿Cómo lo hacían nuestros abuelos? La muerte como parte de un colectivo, de una familia, de una comunidad quizás es posible, incluso pueda llegar a ser deseable.
Quizás hablar de la muerte la hace real, la hace posible.
Quizás nos permita entenderla o admitirla como una tarea que nos toca vivir. Digo quizá porque, a pesar de la invitación reiterada del doctor Jorge Browne –el responsable en Chile del Café de la Muerte–, no llegué a la cita. Mi mujer me vio más pálido y tartamudeante que nunca ese día. Le dije adónde iba, le hablé del cansancio, del trabajo, de los atascos sin fin del centro de Santiago de Chile en esta primavera ardiente. “No vayas si no quieres”, me disculpó. “Tú piensas en la muerte demasiado ya. No necesitas que nadie te recuerde que vas a morir”.
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