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Columna
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El vestido rojo

DOS VECES estuvimos muy juntos en nuestra vida. De la última guardo cierto recuerdo; de la primera, no. Y es precisamente de esa etapa nebulosa de mis tres primeros años, querida Cotty, que te debo el título de esta carta. En mi memoria yo tengo ocho o nueve años, y tú cerca de veinte: duermo a tu lado en una habitación en medio de una azotea desolada a la que mis padres me mandaron para obligarme a crecer. Tú llegaste de improviso y te instalaste en mi cuarto, colocaste en una esquina las pocas cosas que te pertenecían –algo de ropa, un par de trastos, una maleta– y te quedabas en el rincón más oscuro de la habitación, sobre un pellejo de oveja que hacía de camastro, llorando toda la noche por algo que a mi edad no me podía explicar. Fue la primera vez que supe que el amor o la falta de amor o los problemas del amor te pueden mandar al piso. Llorabas y llorabas y no respondías jamás a mis preguntas. En el equipo de vinilo que armaste en el cuarto oscuro sonaba una y otra vez El amor, de José Luis Perales, y yo trataba de entender la correspondencia entre ese tema y tu llanto. Pero no alcanzaba a entender.

Te llamabas Clotilde Cárdenas Munaylla y querías ir a la capital a prosperar para después llevarte contigo a tu madre.

La misma escena la habíamos vivido antes pero yo no lo sabía. Naciste en 1964 y nunca habías conocido a tu hermana mayor, mi mamá, hasta que ella visitó el pueblo en que ambas nacieron –Carhuanca, en las alturas peruanas de Ayacucho– y te propuso viajar a Lima. Era 1974 y aún eras una niña. Te llamabas Clotilde Cárdenas Munaylla y querías ir a la capital a prosperar para después llevarte contigo a tu madre, la segunda esposa de mi abuelo, y librarla así de una vida de miedo y opresión; la misma vida de la que escaparon antes otras hermanas tuyas, entre ellas mi madre. Corriste a bañarte al manantial del pueblo con miedo a que tu hermana partiera y te dejara; dejaste tus ropas porque temías llevar bichos a Lima, dejaste todo lo que tenías y viajaste con ropa prestada y tus únicas ojotas hasta esa casa de un barrio de San Luis, en Lima, donde el piso era como el de la iglesia de tu pueblo. Tu hermana te dejó al cuidado de sus dos hijas mientras avanzaba el embarazo de su tercer hijo, destinado a nacer en 1975.

Fuiste la nana de ese niño antes que su tía. Lo criaste, lo bañaste, le cambiaste los pañales, depositaste en él toda tu tristeza porque era la única criatura de toda la ciudad que no te juzgaba, que no te veía diferente a los demás por tu piel, tus rasgos o tu acento. Llegó a tener tres años y se volvió tu razón de vivir, la compañía de tu soledad, la única persona con la que te permitías llorar. Cuando lo hacías, me has contado que ese niño (me has dicho que te llamaba Cotele) te secaba el rostro con sus manos y te pedía que no lloraras, te decía que un día, cuando fuera grande, te compraría un vestido rojo, el más hermoso vestido rojo que existiese para acabar para siempre con tu pena y tus lágrimas. El tiempo ha pasado y a veces nos vemos. Tienes hijos en una universidad. Hace unas semanas conociste a mi pequeño de dos años. A veces se me da por poner ese tema de Perales que escuchábamos aquellas noches en la mudez del cuarto de esa azotea aislada y entonces puedo imaginar mejor las razones de tu llanto. Nunca te llegué a comprar ese vestido. Por eso, cuando me encargaron esta carta pensé en ti, y también fantaseé con la idea de que mi firma apareciera con el color de la prenda que nunca te regalé.

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