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Columna
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El servicio y la señorita

Javier Marías

MI GENERACIÓN, nacida durante el franquismo, sintió gran aversión hacia el Ejército y la Policía. Ambos cuerpos eran esbirros de la dictadura, y había que tenerles miedo. Todavía en 1981, el intento de golpe de Tejero, Armada y Milans del Bosch lo protagonizaron ellos, Ejército y Guardia Civil. Costó, por tanto, mucho tiempo que esos cuerpos se democratizaran plenamente y aceptaran estar a las órdenes de los Gobiernos elegidos y de la sociedad civil. Desde que se consiguió, sin embargo, y con las inevitables excepciones de abuso, brutalidad, desproporción y corrupción, las fuerzas de seguridad han tenido una actitud irreprochable en términos generales. Si en el franquismo se las percibía como un peligro para la ciudadanía, como autoridades arbitrarias y despóticas que podían detenerlo a uno sin ningún motivo, hace ya decenios que se cuentan entre las instituciones mejor valoradas y que inspiran mayor confianza. Uno no da un respingo, no se asusta, si se cruza con un policía o un guardia o (más infrecuentemente) un militar. Si uno es un individuo normal, y no un delincuente, no tendrá inconveniente en acercarse a uno de ellos para preguntarle algo o requerir su ayuda y su protección. Claro que en todos los gremios hay sujetos indeseables, y uno puede llevarse de vez en cuando una desagradable sorpresa, o sufrir un trato despectivo, vejatorio o chulesco. Pero lo mismo puede ocurrirnos ante un juez, un político o un conductor de autobús.

Cobran poco los soldados y los policías, bastante menos de lo que deberían considerando los riesgos que a menudo corren y los muchísimos servicios que prestan. Son sin duda necesarios, más aún en una época en la que los delitos se multiplican y están más diversificados que nunca. Combaten a los terroristas, vigilan para impedir sus atentados y frustran no pocos de éstos; persiguen las redes de pederastia infantil y la trata de mujeres; se enfrentan a los narcos y a los sicarios; investigan los crímenes y amparan a las mujeres víctimas de sus parejas o ex-parejas; reciben a los inmigrantes que llegan exhaustos por mar; patrullan los aeropuertos y las estaciones, y las grandes aglomeraciones como las recientes de Nochevieja. La población cuenta con ellos, da por supuesto que puede recurrir a ellos, y sabe, en su fuero interno, que nada funcionaría sin su concurso. ¿Que algunos miembros incurren en excesos u olvidan su neutralidad para complacer a un partido político determinado? Claro está, como sucede en cualquier colectivo con influencia y poder. Pero no cabe duda de que son parte de nosotros, de la sociedad, que merecen tanto respeto como los demás y seguramente más gratitud que la mayoría.

“En las celebraciones y en las fiestas las fuerzas de seguridad deben desaparecer. Las posibilitan con su trabajo, pero no les toca disfrutar de ellas”.

Ahora, las pasadas fechas navideñas, la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, el Parlament catalán y la Fira de Barcelona han decidido expulsarlos del Salón o Festival de la Infancia, habitual en esa época: han vetado los stands de la Guardia Urbana, de los Mossos d’Esquadra, de la Policía Nacional, de la Guardia Civil y del Ejército. Al parecer los críos se lo pasaban en grande montándose en los coches patrulla y demás. Da lo mismo. La señora Colau quiere una ciudad “desmilitarizada”, no quiere ver en las ocasiones festivas y pedagógicas un solo uniforme (¿tampoco los de los bomberos, que también son de gran utilidad?). Es un comportamiento teñido de señoritismo, vicio que al parecer se contagia en seguida a cuantos acceden a algún poder. La alcaldesa y la Generalitat han tratado a los cuerpos de seguridad como los más rancios señoritos trataban antaño al servicio, es decir, a los criados, a las tatas, más antiguamente a los siervos. “Ustedes están a nuestro servicio. Sí, son los que hacen que la casa funcione y esté limpia y en orden, los que lavan la ropa y cocinan, quienes cuidan de nuestros niños cuando estamos ocupados. Pero en las celebraciones y en las fiestas ustedes deben desaparecer. Las posibilitan con su trabajo, pero no les toca disfrutar de ellas. Es más, su presencia las afearía y desluciría. Que asistieran nos produciría vergüenza, estaría mal visto por nuestros invitados. Ustedes las preparan pero no pueden participar. Han de hacerse invisibles, inexistentes. Precisamos sus tareas, pero nos abochornan”.

No sé si hay algo más despreciativo, más clasista y más ruin. La alcaldesa y los miembros del Parlament se benefician personalmente, además, de la protección que por sus cargos les brindan policías, mossos y guardias urbanos. Recurren a ellos cada vez que hay un problema, una amenaza, un tumulto. Recurrirían al Ejército si se produjeran un ataque o una invasión, pongamos por caso, del Daesh, que no iba a diferenciar entre Colau y su antecesor Xavier Trias, ni entre el bronco concejal Garganté, de la CUP, y Artur Mas. A todos los decapitarían por igual. Sin embargo, el servicio no es digno de confraternizar en público con nuestros hijos, a los que por lo demás cuidan y protegen con especial celo, o rescatan cuando se han perdido. El mensaje es el del señorito: “Hagan su trabajo en la sombra. Y ni se les ocurra asomar”.

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