Toda librería es un barco
GORRO DE LANA y chaqueta marinera, John sale de las páginas de Moby Dick y me recibe en su librería flotante de Londres. “Mis modelos son George Whitman y Lawrence Ferlinghetti”, me dice ante la rampa que desciende hacia una sucesión de estancias cálidas, con libros bien escogidos en estanterías de madera, una estufa con brasas, un sofá, alfombras, todo bien dispuesto para combatir la imparable humedad. Y que no falte el perro, llamado Star, para proteger el barco por las noches. Word On The Water gasta un aire de familia con las librerías Shakespeare and Company de París y City Lights de San Francisco, más allá del parecido entre los lobos de mar y traficantes de lecturas que las hicieron famosas.
“Acabamos de renovar por 12 meses más nuestro amarre en este canal de King Cross”, me cuentan sus labios rodeados de cuero y salitre. El lugar es perfecto porque la zona ha sido remodelada y se ha convertido en un centro universitario, gastronómico y cultural. El teatro bohemio, los barcos, las viejas fábricas en desuso: el Londres revolucionario e industrial está siendo literalmente engullido por la ciudad de la tecnología, el conocimiento, los servicios, el esnobismo, lo fashion. “Además de los estudiantes o de los periodistas de The Guardian, por aquí pasan muchos turistas que vienen de la estación de tren y se dirigen al museo de la ilustración”, dice. “Todos entran, debemos de ser irresistibles, son turistas de un cierto nivel… Turistas culturales”. Pero la mayoría de los londinenses que pasan por delante, en sus bicis o con los auriculares puestos, ni se fijan en esta inverosímil librería. Ya forma parte del paisaje.
“Nos llaman el profesor, el doctor y el capitán”, prosigue: el librero, que es él; el psicólogo, su socio, y el dueño del barco, que decidió unirse al proyecto cuando le contaron por qué querían alquilarle este probable naufragio. También podrían ser apodados Los Tres Mosqueteros. Antes de que el Canal & River Trust les diera aquí, en Granary Square, el amarre definitivo, fueron expulsados de Regent’s Canal para que los constructores siguieran especulando en esta ciudad perpetuamente erizada de grúas. Tras más de seis meses de circular por los canales, cerca de 6.000 escritores y clientes firmaron la petición que les ha permitido, al fin, tener domicilio, tras cinco años de nomadismo.
La niña de sus ojos es la estantería de la entrada, donde están los libros que –según John– nadie puede arrepentirse de haber leído. Fante, Burroughs, Tolstói, Ballard. Si tuviera que escoger una sección de la librería, no obstante, sería la infantil: “Quiero que todos esos niños que pasan por aquí, cuando sean mayores, recuerden este lugar como un espacio mágico”. Mientras miro los libros ilustrados expuestos junto a la ventana, se acerca un cisne. Al cabo de unos segundos, lo secunda otro. Dos grandes cisnes blancos contra el crepúsculo pirómano. John ni se inmuta. Cómo somos: nos acostumbramos hasta a lo más extraordinario.
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