Empezar
No tengo nada porque nada me hace falta para lo que tengo que hacer: mi tarea no necesita de adornos
¿Qué es un fin? ¿Qué es un principio? “Cuando el niño era niño” —decía la voz del poeta en la película Der Himmel über Berlin, de Wim Wenders— “no tenía opinión sobre nada, / no tenía ninguna costumbre, / se sentaba en cuclillas, / tenía un remolino en el cabello / y no ponía caras cuando lo fotografiaban”. He vuelto —solo para escribir— al departamento donde todo comenzó. Al sitio donde viví con una planta de jazmines como toda compañía. Aquí, hace años, mirando a través de esta ventana por la que ahora miro, en un febrero de infierno, con paro de metro y calor de cuarenta grados, en jornadas que iban de las siete de la mañana hasta las doce de la noche apenas interrumpidas por siestas crucifijas de veinte minutos, escribí un libro, el primero. Aquí, antes de eso, me hice periodista tecleando con jactancia en una Lettera portátil que aún conservo. Aquí canté a gritos, con amigos salvajes, canciones que hablaban de nosotros: de nuestra soledad y nuestro tedio. Ahora no hay nada, salvo el aroma de las casas cuando están vacías durante mucho tiempo: un olor al fondo de la vida, el olor seco que dejaría el mar si se retirara del mundo. Puedo contar los objetos que traje: un cepillo de dientes, un dentífrico, un jabón, una toalla, un vaso, un tenedor, un escritorio, una silla, la computadora. No hay adornos, ni libros, ni lavarropas, ni cortinas, ni alfombras, ni cama. No tengo nada porque nada me hace falta para lo que tengo que hacer: mi tarea no necesita de adornos. Estoy sola con ese animal caprichoso, esa fuerza que me ha traído de regreso. La escritura, mi patria tirana. Aquí, después de haber estado en tantas partes, y con tantos, permanezco, espero. Dejar atrás es, ahora, la forma de ganarlo todo. Regresar, la única forma de seguir adelante. Aquí, donde todo comenzó, escribo. Empiezo. Allá vamos. (Qué curiosidad).
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