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Columna
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Los regalos del poder

Manuel Rivas

CADA VEZ que se habla de un posible caso de corrupción, me apresuro a comprobar si se han abierto diligencias. No es por afán inspector, sino por esa curiosidad que connota la apertura diligente. ¡Abrir diligencias! Para mí es una de esas locuciones que ocupa un lugar clave en el aparato motriz de una lengua, a la manera en que lo es La diligencia, de John Ford, la humanidad portátil, en el camino cinematográfico hacia el lejano Oeste de lo desconocido.

De aprendiz, en el periódico, me habían mandado a mi primera rueda de prensa en la Jefatura Superior de Policía. Fue en el verano de 1975 y me encaminé a la misión con la pesadumbre kafkiana de que tal vez nunca saldría de allí. Mi ánimo cambió, gracias a las diligencias. No recuerdo muy bien el suceso, pero sí la frase con que remató su intervención el portavoz policial y que yo anoté, fascinado, entre exclamaciones:

–¡Se han abierto diligencias!

Bien podría ser el principio o el final de una novela o una película. Desde entonces, cuando me encuentro ante un rumor o una información de tinte sospechoso, lo primero que pregunto es: “¿Y se han abierto diligencias?”.

La juez a cargo de la instrucción encontró en esta generosidad enológica, que se desplegó entre 2008 y 2013, indicios de un delito de cohecho por parte de los destinatarios.

En el llamado caso Cóndor, que instruye un juzgado de Lugo, en el todavía lejano Oeste, dispensando la ironía, sí que se han abierto diligencias. Un importante empresario del transporte (¡las diligencias!) está siendo investigado por presuntos delitos de cohecho, blanqueo, falsedad, tráfico de influencias y contra la Hacienda pública. El sospechoso fue detenido en el curso de la investigación, en 2015, por agentes al servicio de la Agencia Tributaria. Como resultado de las diligencias abiertas, figura, entre otros documentos, un informe del Servicio de Vigilancia Aduanera en el que se detallan regalos enviados a unos 100 políticos y cargos con responsabilidad en Administraciones públicas, y por un importe total que ronda los 400.000 euros. Llama la atención, o no, que la mayor parte de esos agasajos navideños sean botellas de vino de marcas digamos legendarias. La juez a cargo de la instrucción encontró en esta generosidad enológica, que se desplegó entre 2008 y 2013, indicios de un delito de cohecho por parte de los destinatarios, ya que la mayoría de los contratos de transporte estaban firmados con esos entes ajenos a la actividad vinícola.

Entre fiscales hubo discrepancias, pero se impuso la tesis de la Fiscalía General del Estado, que se pronunció mediante una paradoja que podríamos denominar intencional ya que incluye una crítica a los hechos pero a la vez pide el sobreseimiento: “Aunque la conducta de recibir lotes de botellas de vino en Navidad por autoridades y funcionarios no se ajusta actualmente a los códigos éticos, normativa ad hoc y a las buenas prácticas de una Administración moderna, transparente y eficiente, (…) en los años que se realizaron, una parte mayoritaria de la sociedad los consideraba como usos sociales arraigados”.

Ahí debería quedar, para el fiscal, el asunto. Y, sin embargo, para el lenguaje se abre un apasionante campo donde abrir y dar rienda suelta a las diligencias. En cuanto al tiempo, el informe parece remitirnos a la infancia de la humanidad, en la época gozosa de la economía natural, pero el periodo 2008-2013 fue de siniestro total, y solo era recomendable brindar en caso de infarto. No sabemos si tantos agasajos a las autoridades se debieron a una artimaña preventiva ante la crisis, o si la crisis mundial fue precipitada por estos dispendios investigados en Lugo.

Podríamos preguntarnos en qué estudios demoscópicos se apoya el fiscal para afirmar que la mayoría de la sociedad considera una tradición el regalar vino por importe de 2.327 euros al presidente de un Gobierno autónomo o a un ministro del Gobierno central, dos de los casos incluidos en el sumario. ¿Es una de esas tradiciones milenarias de hace 25 años? Ítem más, ¿el “uso social arraigado” convierte en legal lo cívicamente reprobable? ¿Podría aplicarse semejante argumentación para no penalizar “tradiciones” muy arraigadas como despeñar animales o no pagar impuestos?

En este clima de apoteosis obsequiosa, creo que hay que entender el informe del ministerio fiscal como un recurso paródico. Puestos a regalar, y son 100 los altos cargos beneficiados, el fiscal nos regala un argumento que tintinea como un brindis burlón, al estilo “todos somos culpables”. Es tarea del periodismo no aceptar esa clase de obsequios.

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