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El síndrome de Alicia en el País de las Maravillas

Arriba, una ilustración de 1865 de Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll.
Arriba, una ilustración de 1865 de Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll.de Álbum / Granger

GABRIEL GARCÍA Márquez, el gran genio del realismo mágico, decía siempre que él no tenía tanta imaginación como se le atribuía: las cosas que pasan en Macondo eran las mismas cosas que sucedían en Aracataca, su pueblo. “Dicen que yo he inventado el realismo mágico, pero sólo soy el notario de la realidad. Incluso hay cosas reales que tengo que desechar porque sé que no se pueden creer”.

Parece que otro de los grandes imaginadores de la literatura universal, Lewis Carroll, tampoco inventaba nada. Padecía una enfermedad neurológica –conocida en su honor como síndrome de Alicia en el País de las Maravillas– que desfigura la percepción del tamaño de las cosas. El individuo afectado ve los objetos más pequeños de lo que son en realidad (micropsia) o más grandes (macropsia), igual que le pasaba a Alicia en uno de los episodios más famosos del célebre libro.

El individuo afectado ve los objetos más pequeños de lo que son en realidad (micropsia) o más grandes (macropsia), igual que le pasaba a Alicia en uno de los episodios más famosos del célebre libro.

Jorge Ferrer tiene nueve años y sufre el síndrome. El trastorno no es continuado, sino esporádico: su percepción es normal hasta que en un determinado momento se altera, y entonces empieza a padecer las alucinaciones. El trastorno comenzó en forma de pesadillas terribles en las que el niño, en estado de sonambulismo, vislumbraba a alguien que le perseguía a través de un bosque. Días después, le anunció a su madre que la veía muy pequeña: fijaba la mirada en un punto de su cuerpo y notaba cómo la figura se alejaba hasta casi desaparecer. A partir de entonces, intermitentemente, la perturbación sensorial retorna. De repente pide ayuda para trocear la comida porque el plato se ha empequeñecido mucho o ve al acostarse cómo el techo de la habitación se aleja. La distorsión no es sólo visual: cuando entra en esos estados, oye las voces susurrantes de sus padres como si fueran gritos formidables.

¿Es la literatura un registro estético de las anomalías y anormalidades humanas? El filósofo y psicólogo William James –hermano de Henry James– recordaba en su libro Las variedades de la experiencia religiosa cómo el materialismo científico había tratado de dar explicación médica a algunos de los comportamientos humanos más extraños: santa Teresa habría padecido de histeria en sus percepciones místicas, y san Pablo, a causa de una lesión en la corteza occipital, habría sufrido al caerse del caballo su famosa conversión, trascendental para el cristianismo. Van Gogh, que pintaba los colores distorsionados, dejó escrito que “el arte existe para consolar a los que están rotos por la vida”.

Parece que Lewis Carroll era pedófilo, como sugieren varias biografías, y sufría micropsia y macropsia. Fue diagnosticado de epilepsia y luchó toda su vida contra la tartamudez. Pero supo transformar esos trastornos neurológicos y emocionales en una gran obra, que más de siglo y medio después sigue siendo uno de los textos capitales de la literatura infantil y de la fantástica.

Jorge Ferrer, que siempre tuvo cierta afición artística, ha comenzado a dibujar figuras extrañas, desproporcionadas, desde los primeros síntomas del síndrome. Él, como García Márquez, no tiene la sensación de ser creativo, de deformar la realidad con su invención. Sólo copia lo que su cerebro ve. ¿Se despertó Kafka un día convertido en cucaracha? ¿Tomó Stevenson droga que le convertía por las noches en Mr. Hyde? Nunca lo sabremos con certeza, pero el valor simbólico de sus obras no cambiaría.

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