La poética de perder el tiempo en Internet
EL FESTIVAL The Influencers, un foro de arte y activismo digital que se celebra cada año en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, instaló en su última edición un Yami-Ichi, un mercadillo de cachivaches interneteros que se pueden tocar con la mano. Ahí se vendían, por ejemplo, galletas horneadas con un código QR que remite a un virus letal. Si uno se las come, tienen un agradable gusto a vainilla. Pero si se apunta a ellas con el móvil, éste estalla y se estropea para siempre. También era posible hacerse con unas pegatinas antiprocrastinación que vendía el artista Silvio Lorusso. Pensadas para enganchar en la parte superior de la pantalla del ordenador, rezan: “¿No deberías estar trabajando?”.
A Kenneth Goldsmith, el escritor y polemista estadounidense, uno de los invitados estrella del Influencers, le encantó el mercadillo, pero no podría estar más en desacuerdo con Lorusso. Goldsmith, que ha hecho de la provocación el motor de su carrera, ha publicado un libro titulado Wasting Time on the Internet (HarperCollins), es decir, Perder el tiempo en Internet. Ahora organiza talleres por todo el mundo con esa promesa y antes impartió un curso con el mismo nombre en la Universidad de Pensilvania. A la clase, los alumnos tenían que asistir con todos sus dispositivos, móvil, ipad, portátil, y pasar tres horas conectados, “dejándose llevar por una deriva situacionista”, según el profesor. Una vez allí, podían dedicarse a ver porno, escribir tuits o clicar en todo lo que les ofreciera su muro de Facebook, y al acabar el semestre podían entregar el historial de su navegador a modo de trabajo de fin de curso.
En los inicios de la Red, cuando aún se utilizaba el entrañable verbo “surfear”, todo consistía en saltar de un enlace a otro sin rumbo fijo.
“Las sesiones son muy salvajes, ponemos a gente perdiendo el tiempo en Internet en una misma habitación, algo que no suele suceder, y la tecnología actúa como conector, amplifica las emociones. Al final es como un estudio de yoga electrónico”, explica, o mejor dicho recita, el rapsoda Goldsmith, que con su traje de tres piezas de raya diplomática y su bigotillo parece una versión musculada de John Waters. Siempre ha ejercido de dandi. Cuando Barack Obama le invitó a leer su poesía en la Casa Blanca, acudió con un traje estampado con gigantes paramecios.
La disciplina de perder el tiempo en Internet es joven, pero ya tiene periodos diferenciados, según Goldsmith. En los inicios de la Red, cuando aún se utilizaba el entrañable verbo “surfear”, todo consistía en saltar de un enlace a otro sin rumbo fijo. “Pero aquello se hizo muy cansado, hasta físicamente. Ibas a parar a demasiada basura. Por suerte, llegaron los mecanismos que te permitían filtrar. Primero aquello llamado webring, que te conectaba a gente con tus mismos intereses, y luego las redes sociales”. Ahora solo hace falta abrir Facebook y Twitter y empezar la fiesta del clic. Algunos ven en esta práctica el germen de una burbuja informativa que ha acabado abonando el Brexit o la elección de Donald Trump: si uno solo consume la información que se ha comisariado de antemano, acaba creyendo que su mundo es el mundo. A Goldsmith, en cambio, la posibilidad de construirse una realidad a medida le fascina. “Cuando haces un unfollow a alguien o le bloqueas en Twitter, esa persona deja de existir para ti. Yo me he construido una red de lo más agradable”. Imposible negárselo.
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