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MIRADOR
Columna
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Encuentro

A mi acompañante le resumí: Manuel Arroyo es un hombre que ha buscado la excelencia

Jorge M. Reverte

Fue un encuentro casual, lo que no fue casual es que se produjera en una librería, es decir, un comercio de venta de libros, no un pequeño-gran almacén de guías de autoayuda para defenderse del ansia por los ganchitos y cosas así. Un entorno en que los dependientes saben de libros de Filosofía y de novela negra australiana, pero están igual de explotados que los dependientes de una perfumería.

No hay por qué dilatar más la identidad del personaje. Se trataba de Manuel Arroyo, editor de Turner, y antiguo dueño de la librería del mismo nombre.

Yo no sabía muy bien cómo presentárselo a mi acompañante, y opté por una salida relativamente facilona:

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—Manuel Arroyo es uno de los mejores editores que hay en España.

Él, modestamente, se quitó la flor con un recurso nada amanerado:

—Exeditor. Ya me he retirado. Vivo en Berlín.

No sé si llegamos a cambiar más frases. Probablemente no, y me di cuenta luego de que es posible que a lo largo de los años y de muchos encuentros igual de fugaces nunca hayamos cambiado más intimidades que esas.

Pero es curioso pensar que alguien así ha sido muy importante en mi vida.

Manuel Arroyo ha sido uno de esos editores exquisitos que le daba a sus colecciones de libros un sentido muy especial, de modo que uno sabía qué tipo de libro estaba comprando cuando lo mercaba en una librería. Arroyo era de esos editores que buscaban, por ejemplo, que un libro de historia estuviera bien escrito, siguiendo la escuela de gente mayormente anglosajona, como Barbara Tuchman, que exigen a los historiadores que sean piadosos con los lectores. Eso se nota.

Arroyo fue amigo de José Bergamín, lo que resulta evidente en su nada escondida pasión por el toreo. ¡Lástima de hombre, que tendría que ser venerado en Cataluña por lo bien que ha hecho las cosas y que le gusten los toros! Pero es aficionado a los toros como un inglés, eso le salva de ser considerado lo que es, un madrileño llamado Spencer.

Tengo que agradecerle también que haya escrito un libro de memorias que tituló Pisando ceniza, que es un título realmente expresivo, de explosión retardada y lectura muy aconsejable. Tuvo el buen gusto de editárselo él mismo.

Después del fugaz encuentro, me dio por pensar en que es más fácil hablar de alguien que no se conoce mucho que de una persona de la que se tienen demasiados datos.

A mi acompañante le resumí: Manuel Arroyo es un hombre que ha buscado la excelencia.

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