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Columna
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Fátima, la alegría

RECUERDAS, NIÑA BEATRIZ, a la joven Fátima cuando entró a trabajar en el palacete neomudéjar del Consulado de Brasil en Argel? Allá, las empleadas solían llamarse Fátima, pero aquélla fue especial.

La Segunda Guerra Mundial había apenas terminado cuando, tras un largo periplo aéreo e interminables escalas forzosas en Fortaleza, Dakar y Marraquech, aterrizaste en Argel con los tres miembros de tu escueta familia. Por entonces, habías tenido ya que asumir que no serías como las demás niñas, rodeadas de tíos, abuelos y primos; niñas que en el colegio aprendían a hablar y escribir en el mismo idioma que hablaban en casa. Muy pronto, esos años de aprendizaje transcurridos en Argelia te demostrarían que, de hecho, ya vivías al margen no sólo de una lengua materna, sino de todo un modo de vida supuestamente familiar.

Fátima te doblaba la edad, y pasó a ser esa otra hermana que necesitabas para hacerte de guía en la caótica experiencia cotidiana de vivir.

Pero tuviste suerte, niña Beatriz, la inmensa suerte de conocer a Fátima, la alegría. Te doblaba la edad, y pasó a ser esa otra hermana que necesitabas para hacerte de guía en la caótica experiencia cotidiana de vivir. A veces, sin explicación alguna, te abandonaba unos días en una ansiosa incertidumbre. Pero, al regresar, llevaba siempre algo más aprendido en las enmarañadas callejuelas de su casba natal. Me cuesta hoy definir en qué consistieron exactamente las enseñanzas de la joven Fátima, pero aseguraría que tuvieron que ver con el difícil aprendizaje de moverte entre la incomprensible indiferencia de tus padres y tu obstinación por no perder detalle de las enseñanzas de quienquiera te guiara en el incipiente descubrimiento de ti misma. De hecho, Fátima fue quien, sin quererlo, te reveló lo que había al otro lado del espejo en que se miraba tu extraña familia. Así, más pronto que tarde, aprendiste que otra vida palpitaba bajo la maraña de techos y terrados que avistabas desde tu suntuosa casa en la colina cuando paseabas por la pérgola cargada de glicinas color malva que enmarcaba la también llamada Ciudad Blanca que yacía a tus pies y donde hormigueaba la verdad de Fátima y su gente. Tuviste la suerte de conocerla, esa otra verdad, incluso de compartirla con alegría en la inquieta plenitud de tu infancia errante. Y creciste paradójicamente feliz entre el rigor de la estricta educación de los habitantes envarados de arriba y la turbulenta indigencia de los supervivientes de abajo.

Una vida entera después, debería comprender al fin por qué me duele y se me hielan los huesos al contemplar, bajo el mismo sol abrasador, el mar Mediterráneo que meció parte de tu infancia indagadora y desobediente: el mar de Fátima. Y es que, cuando hoy me sumerjo en él, sólo oigo gritos, llanto, lamento; veo a centenares, miles de Fátimas como ella que huyen, que berrean, que cargan fardos, niños, espanto; Fátimas que escapan aterradas del degüello primitivo y beodo de sus semejantes, como si el tiempo se hubiera congelado en el laberinto de su casba natal. Me duele todo como si fuera culpable de no poder detener la barbarie que arroja a miles de seres humanos a un mar que la historia ha ido saturando ya de tantos muertos.

Me siento absurda e inútilmente culpable de algo indecible porque, simplemente, no tiene nombre./

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