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Columna
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La úlcera catalana

Javier Cercas

EL 6 DE OCTUBRE pasado se publicó en el suplemento en catalán de este periódico una entrevista con Santi Vila, consejero de Cultura de la Generalitat de Cataluña, que me imagino que la mayoría de ustedes no leyó porque, que yo sepa, no se ha traducido al castellano. Es una lástima. Si la hubieran leído, habrían comprendido que muchas ideas que campan por sus respetos en España sobre el independentismo catalán son equivocadas. Ahora bien, no hay forma de resolver un problema cuando se tiene una idea equivocada de él: es como intentar curar una úlcera gastroduodenal con un tratamiento contra el catarro. Si se quiere curar una úlcera, lo primero es saber que se tiene una úlcera; lo segundo, querer curarla. Hay razones para pensar que, en el caso del independentismo catalán, no se da ninguna de las dos condiciones. Y que por eso estamos como estamos.

A juzgar por lo que uno lee, la idea que muchos abrigan del independentismo catalán en el resto de España es una caricatura decimonónica. Según ella, un independentista catalán vendría a ser un tipo de mentalidad hermética, ancestral y provinciana, que no se quita la barretina ni para dormir, que se pasa el día bailando sardanas, que se niega a hablar una lengua que no sea el catalán, que no ha salido jamás de Cataluña (y aquí suele citarse esa ingenuidad de que el nacionalismo se cura viajando) y que se alimenta con una dieta exclusiva de pan con tomate, mel i mató y canciones de Lluís Llach. Se trata de una estupidez que sólo retrata a quien la difunde. Por supuesto que en Cataluña aún hay gente apegada a una concepción étnica, cultural y lingüística del independentismo; la ha habido desde hace más de un siglo, y la seguirá habiendo. Lo nuevo, lo que ha provocado la crisis actual, es que a los independentistas de siempre se han sumado otros que no comparten esa anticuada visión de las cosas: para ellos, la independencia no es una cuestión primordialmente identitaria, sino económica y política.

Es verdad que Vila es un personaje singular: en el contexto de su partido (la antigua Convergència), exhibe una insólita independencia de criterio.

Uno de estos independentistas de nuevo cuño es Santi Vila, quien asegura que llegó al independentismo “a rastras”. Es verdad que Vila es un personaje singular: en el contexto de su partido (la antigua Convergència), exhibe una insólita independencia de criterio, y por momentos algunos pensaron en él para que sustituyera a Artur Mas y tratara de evitar que ese político calamitoso se llevara por delante lo que quedaba de su partido y de Cataluña; pero precisamente por eso las opiniones de Vila son más significativas: él se atreve a decir lo que muchos callan. Lo que dijo, por ejemplo, en la entrevista que mencionaba al principio. Allí declara: “Sería un error construir una cultura propia. Defiendo el proceso soberanista sólo por razones políticas, de reparto y de organización del poder. Hay una atrofia de organización y reparto del poder del Estado que ha llevado a que Cataluña se sienta incómoda. Hay un reparto económico y político injusto y distorsionado que disloca. Es evidente que la cultura catalana siempre será españolísima, y espero –y esto es un deseo político– que cada vez sea más mestiza, abierta y plural. No imagino ningún escenario político con un posicionamiento monocolor en relación con la lengua, la historia, las tradiciones”. Y cuando le insisten sobre la cuestión de la lengua, responde que el catalán necesita protección, pero las políticas culturales del Gobierno no pueden ser monolingües. “El nuestro es un país bilingüe”, zanja, taxativo.

Ahí lo tienen: ni sólo catalán, ni sardanas, ni mel i mató, ni pan con tomate (ni siquiera el pobre Lluís Llach). Más claro, imposible: el problema no es étnico ni cultural ni lingüístico; reducido a lo esencial, podría formularse así: Barcelona quiere más poder y Madrid no quiere dárselo. Bien mirado, es un debate perfectamente legítimo, que, si de verdad hay ganas de enderezar el tuerto, se puede y se debe tener (y que es mucho más fácil que un debate imposible sobre identidades). Todo lo demás es atacar un problema del siglo XXI con antídotos no ya del siglo XX, sino del XIX. Todo lo demás es ornamento, flatus vocis y gesticulación. Todo lo demás es perder el tiempo.

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