Absuelto 25 años después de haber sido ejecutado
El caso del chino Nie Shubin debería convertirse en un alegato contra la pena de muerte y el mal funcionamiento de la justicia
Nuevo error judicial irreparable, nuevo alegato contra la pena de muerte. Nie Shubin tenía 20 años cuando en 1995 fue condenado a muerte por la violación y el asesinato de una joven hallada muerta en un campo de maíz de la provincia de Hebei, a 300 kilómetros de Pekín. Diez años después de la ejecución fue detenido un asesino en serie que confesó el crimen y dio los detalles que la policía no había podido obtener de Shubin porque no lo había cometido. A partir de ese momento, la familia del joven pidió hasta 54 veces la revisión del caso, pero el sumario no se reabrió hasta 2014. Ahora, 21 años después de la ejecución, el tribunal revisor lo ha declarado inocente y ha expresado a la familia “su más sincera disculpa”.
Demasiado tarde. La sentencia de muerte se ejecutó, y con ella, la posibilidad de cualquier resarcimiento. Nie Shubin pasó un calvario, perdió la vida por un error judicial y nadie podrá ya nunca reparar el inmenso daño causado. Ese es el problema de la pena de muerte. No solo atenta contra el más importante de los derechos humanos, el derecho a la vida, sino que es una condena irreversible, inapelable, sin posibilidad de reconsideración. Si además la pena capital se aplica en un país de régimen autoritario y con un sistema judicial tan opaco como defectuoso, las posibilidades de un error irreparable se multiplican.
La revisión del caso ha puesto de manifiesto la inconsistencia de la acusación y la total falta de garantías del proceso. No había ninguna prueba. La condena se basó en que el acusado había confesado el crimen. Ahora cabe preguntarse en qué condiciones de tortura se obtuvo la confesión, sabiendo que el delito de asesinato era susceptible de pena capital. Sucesivas reformas iniciadas en 2007 han reducido de 68 a 46 los delitos tipificados con pena de muerte en China. Eso ha disminuido el número de ejecuciones, pero su aplicación es tan opaca —se consideran secreto de Estado— que ni siquiera se sabe cuántas son. Se estima que todavía son más de un millar al año, casi tantas como en el resto de los 58 países del mundo que todavía aplican la pena de muerte. Y, hasta hace poco, aprovechaba los órganos de los condenados para nutrir un programa de trasplantes también muy poco transparente.
El último informe de Amnistía Internacional da cuenta del alarmante aumento de las ejecuciones en el mundo. Sin contar China, de la que no hay datos oficiales, en 2015 se ejecutaron 1.634 sentencias de muerte, casi un 50% más que el año anterior y la cifra más alta desde 1989. Irán, con 977 ejecuciones; Pakistán, con 320, y Arabia Saudí, con 158, son los tres países que encabezan y casi monopolizan esta macabra estadística. Pero también Estados Unidos, con 28 ejecutados, ocupa un lugar destacado en ella. Afortunadamente, cada vez son más los países que se suman a las tesis abolicionistas. Ahora son ya 103. El caso de Nie Shubin debería convertirse en un alegato contra la pena de muerte y el mal funcionamiento de la justicia, pero no parece que el sistema judicial chino se haya inmutado por su irreparable error.
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