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De las calles de Recife a los fogones

Un proyecto de gastronomía social apuesta por cultivar sus propios alimentos y crear con ellos platos de alta cocina para los jóvenes de la calle

Fachada del Centro Comunidad Pequenos Profetas, en el barrio de São José de Recife (Pernambuco, Brasil).
Fachada del Centro Comunidad Pequenos Profetas, en el barrio de São José de Recife (Pernambuco, Brasil).R. P.
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Se acaban de cumplir 30 años desde su creación, aunque la media de edad de los que asisten a los talleres ronda los 11 o 12. La Comunidade dos Pequenos Profetas es un proyecto social que nació en la brasileña ciudad de Recife como denuncia frente a la violencia que se cebaba en los niños y niñas que vivían en la calle. Maltratados y abusados tanto física como sexualmente, con la eterna amenaza de los grupos de exterminio y muchos de ellos con diferentes adicciones y sin ningún recurso, este proyecto ha supuesto una vía de escape, una alternativa a la vida en las calles para muchos jóvenes brasileños. A día de hoy, con un equipo formado por 24 personas, entre trabajadores y voluntarios, el centro ofrece una alternativa de ocio y aprendizaje a cientos de niños de la calle y de las barriadas más desfavorecidas de Recife. Entre otros premios, su trabajo fue reconocido por Naciones Unidas con el ODM en el año 2008.

La realidad social del nordeste de Brasil es compleja y diversa, con una amplia mayoría de población afro-brasileña. La región metropolitana de Recife cuenta con casi cuatro millones de personas, que viven sobre todo en barriadas periféricas donde los suministros básicos de agua, luz y alcantarillado escasean. En el barrio de São José de la ciudad de Recife se encuentra la Comunidade dos Pequenos Profetas. En ella se atienden en torno a 400 niños, niñas y jóvenes desde los siete a los 24 años de edad, que viven en la calle o son víctimas de situaciones muy complicadas.

Historias de abusos, de abandono, de menores obligadas a prostituirse por unos reales, de niños que se escapan de casa huyendo de la violencia o con adicciones a las drogas. Todo esto se olvida al cruzar las puertas del centro. Por un momento, al verlos jugar, gritando y persiguiéndose por los pasillos, se libran de su carga diaria para ser simplemente niños.

El proyecto es una vía de escape a los maltratos y las adicciones que sufren muchos chavales del barrio

Uno de los objetivos es intentar que estos menores que acuden al centro puedan alimentarse correctamente. Por eso ofrecen desayunos, un almuerzo y una cena diaria a los menores, que se reparten las tareas de ayudar a servir las comidas. Demetrius Demetrio, gastrónomo, lleva 30 años al frente del proyecto y tiene clara la importancia de la alimentación como herramienta de transformación social: “A través de la comida las personas se interrelacionan, tienen más contacto entre ellas, se abren… es un momento en que las familias se juntan y comparten”.

En una comunidad de escasos recursos, donde las necesidades se multiplican y la financiación resulta cada vez más difícil, la creatividad es la herramienta con la que se enfrentan a los problemas. Con esta premisa, idearon en el año 2010 unos huertos verticales reciclando botellas de refrescos PET y utilizándolas como macetero donde plantaron tomates, lechuga, rúcula, rábanos… que se consumían después en los menús del centro. Los jóvenes se las llevaban a sus casas, pero las plantas se secaban porque no sabían cómo utilizar esos ingredientes, pensaban que eran comida para los animales. Ahí fue cuando evolucionó el proyecto, surgiendo la idea de involucrar a las familias. Enseñarles recetas donde poder incluir esos alimentos y crear menús atractivos y saludables para los jóvenes. La premisa con la que trabaja Demetrius es aprovechar sus conocimientos de gastronomía para ponerlos al servicio de los recursos disponibles, haciendo platos que podrían comerse en restaurantes inalcanzables para un país que sufre una gran desigualdad social. “Yo investigo lo que ellos comen en la comunidad, y aprovecho las recetas que aquí para implantarlas en el proyecto de una forma más saludable”, cuenta.

Primero comenzó con las familias. Iba allí y con los ingredientes de las huertas creaba una comida saludable, atractiva y sabrosa. “Sin usar mucha cultura y utilizando las plantas de los huertos verticales preparaba una ensalada, cocinaba unos feijoão, un arroz…sin tanta grasa. Y así se fue desarrollando el proyecto hasta llegar al punto actual”.

A partir de esta premisa comienza a desarrollarse una idea que implicaba abrirse a la comunidad y compartir con las familias conocimientos y experiencias. La gastronomía es un arma social muy potente, y aquí se buscaba crear un proyecto que sirviera tanto para ofrecer formación y alimentar a los jóvenes, enseñándoles las pautas de una dieta saludable, y a la vez educar y empoderar a las familias para que esos patrones de alimentación se extendieran también a su círculo más cercano. “Es una tecnología social —confirma Demetrius— porque es barata, simple, y tiene una repercusión global”.

La Comunidade dos Pequenos Profetas atiende a 400 menores desde los siete a los 24 años, que viven en la calle o son víctimas de situaciones muy complicadas

Anete es nutricionista, y aunque ahora el proyecto no cuenta con financiación para poder pagarle, ella sigue viniendo como voluntaria porque le gusta su trabajo. Cuenta que aunque tienen un bajo peso, normalmente los niños y niñas del centro tienen niveles de hierro y vitaminas normales. “Lo que más cuesta es que coman verduras, porque es verdad que no les gustan mucho, pero las incluimos en su alimentación junto con frutas, legumbres…”. Añade también orgullosa, que todas las semanas se hacen reuniones con las familias para explicarles la importancia de una alimentación equilibrada, y que la respuesta de las madres y padres suele ser muy positiva.

El proyecto de gastronomía cuenta además con una vertiente social, donde participan directamente los jóvenes. João tiene 15 años y un sueño muy claro: quiere dedicarse a la cocina. Vestido con un mandil y un gorro blanco, se esmera en cortar una piña para el menú del día: un revuelto de vegetales con la fruta como ingrediente estrella. Colabora en la cocina como uno más, aprendiendo recetas que luego repite en su casa. “Quiero ser cocinero y viajar por todo el mundo, pero no cocinero para ricos, quiero cocinar para la gente normal”, confiesa muy serio. Es uno de los muchos ejemplos de alternativas dirigidas a estos jóvenes, intentando ofrecerles un futuro lejos de las calles.

Si alguien sabe muy bien lo que significa la parte social de la cocina, esa es Rosangela. Desde hace ocho años, ella es la cocinera del centro, la encargada de preparar desayunos, almuerzos y cenas a los jóvenes, pero también muchas veces su cómplice y apoyo cuando alguno tiene un problema. “Convivir con ellos es un gran aprendizaje. Yo aprendí mucho más con ellos en los ocho años que llevo aquí, que en toda mi vida anterior”, afirma convencida. Cuenta que lo que le motiva por las mañanas es saber que hay gente que la está esperando. “Cuando llego aquí y ellos me dan un abrazo, para mí es todo. Yo ya recibí un abrazo de mi hijo, de mi nieto y mi nuera por la mañana…pero el de ellos es diferente”. Gracias a este proyecto, la cocina ha servido para que personas de todas las edades hayan encontrado una motivación, un aliciente que les ayuda a salir de una realidad compleja. “Prefiero dejarlo todo afuera y entrar aquí con espíritu renovado, porque ellos precisan de eso, y yo también preciso de ellos”, añade sonriente.

Los resultados están siendo muy positivos, implicando no sólo a los jóvenes sino a toda la comunidad, por lo que se plantean seguir desarrollando la faceta gastronómica y social hacia nuevos ámbitos que sirvan para crear redes entre la comunidad y las familias. El reto que se plantean ahora mismo es poder conseguir la financiación necesaria y continuar ofreciendo alternativas frente a la dureza de las calles.

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