El vermú reconquista las barras
MARTA ES UNA psicóloga madrileña de 26 años que está a punto de probar el vermú por primera vez. Tras un pequeño sorbo, arruga el gesto. “¡Es amargo!”. Mediodía de un domingo de otoño. Marta viste sudadera y vaqueros. Nada que ver con la imagen que durante décadas ha estado asociada a los habituales de la hora del vermú. Después de un segundo trago, parece que le ha gustado esta bebida. Junto a ella, su amigo Jaime, informático de 28 años, con barba tupida y un aro en la oreja, cuenta que él adoptó esta costumbre el año pasado en Barcelona. La tarde transcurre bulliciosa en los bares del madrileño Mercado de San Fernando. La concurrencia está formada por diversas familias, parejas mayores y bastantes grupos de jóvenes. Muchos consumen cerveza, vino y sidra. En el bar donde Marta y Jaime se han apostado predomina el vermú. En los últimos cinco años ha vuelto a conquistar las barras.
“El vermú no es una moda. Estamos hablando de una tradición que ha vuelto”.
Los productores españoles de esta bebida a base de vino, alcohol destilado, hierbas y azúcar aseguran haber presenciado “con sorpresa” este renacer. En el caso de la catalana Miró, la producción nacional se ha duplicado en cuatro años. Algunos apuntan a los estragos de la crisis: es más barato salir de día que de noche. Muchos, a que una nueva generación se ha subido al carro de este placer sencillo que hasta hace no mucho podía ser visto como viejuno. “No es una moda, es una tradición que ha vuelto”, puntualiza Carlos Muñecas, director general de la madrileña Zarro.
Los pioneros españoles surgieron en Reus a finales del siglo XIX. El vermú español más común es rojo y dulce, y se suele tomar con hielo, un chorrito de sifón y una rodaja de naranja. El éxito de esta sencilla combinación hizo que no llegara a consolidarse su uso en coctelería. Cuenta Josep Salla, director de la emblemática firma Yzaguirre, que su consumo siempre ha estado más extendido por el Mediterráneo, el norte y el centro de la Península. Llegó a ser tal su popularidad que ingerirlo se convirtió en sinónimo de tomar el aperitivo. A partir de los ochenta, el contraataque de la cerveza relegó a este trago. En Madrid se mantuvo un público fiel al consumo de grifo, mientras que en la capital catalana comenzó a desdibujarse.
“En la Barcelona posolímpica, una búsqueda de la modernidad a toda costa dejó de lado las tradiciones”, dice Marcel Fernández. Este diseñador gráfico creó en 2007 un blog con dos amigos donde relataban el ambiente de sus bares favoritos. Y abrió su propia vermutería en 2011. Morro Fi ocupa un local con decoración minimalista del Eixample barcelonés. “Yo quería un bar de oliva y boquerón”, dice Fernández. Con sus socios, ha inaugurado ya tres locales más en la misma línea y ha hecho de Morro Fi una marca con su vermú y sus conservas en lata. No tiene problema en decir que su producto estrella, con su fórmula particular, se elabora en la bodega De Muller, una de las más longevas.
Muchas de las casas que con esta nueva ola han querido lanzar su propia firma al mercado han optado, como en el caso de Morro Fi, por llamar a los productores tradicionales. Solo Miró manufactura 15 marcas. No todos apoyan esta práctica. Es el caso de Zarro. “No fabricamos para terceros porque en realidad lo que haces es comercializar una etiqueta”, dice Carlos Muñecas. “Si yo tengo mi marca en el mercado, no voy a crear un producto mejor que el mío. Al final vendes algo más caro y de menor calidad”.
En 2014 se creó la marca Vermut de Reus ante la falta de regulación y en busca de una indicación geográfica protegida que no llega.
Muñecas tiene 48 años y lleva toda la vida en este negocio. Mientras pasea por su fábrica de Fuenlabrada, enumera los retos de elaborar esta bebida. “Además de pagar impuestos por el alcohol, el proceso de trabajo con las hierbas no es fácil”. Muñecas señala una decena de barricas donde maceran los productos aromáticos. Cuenta que su fórmula –por supuesto, secreta– lleva un vino blanco joven que, por su suavidad, ayuda a acoger el sabor de las hierbas, que también aportan el color a la bebida. La base vínica del vermú blanco y el rojo es la misma. Lo que cambian son los extractos y que el tono del segundo a veces se oscurece con el colorante caramelo. Lo único que exige la Unión Europea para poder catalogar al vermú es que entre las hierbas de cada fórmula exista alguna del género Artemisia –la más tradicional es el ajenjo, que le da el sabor amargo– y que cuente con al menos un 75% de vino y alcohol.
El director de Zarro explica que no hay reglamentación que determine si un producto es reserva o artesanal. Tampoco se exige nombrar al elaborador en la etiqueta; tan solo el número de registro del embotellador. En 2014 se creó la marca Vermut de Reus ante la falta de regulación y en busca de una indicación geográfica protegida que no llega. “Eso supondría una garantía sobre su elaboración”, explica Joan Tapias, fundador del Museo del Vermut de Reus. Tapias insiste: “El vino debe ser neutro”. La clave está en las hierbas.
El mercado ha albergado en los últimos años marcas que dan protagonismo a la vid. En los orígenes del vermú Golfo está el tinto de Ribera del Duero. Y la base de St. Petroni es el albariño. Bodegas de Jerez como Lustau han recuperado recetas del siglo XIX con pedro ximénez y amontillado. “Ellos [los productores de Reus] hacen un trabajo de botánicos, nosotros queremos que el vino esté presente”, explica Carlos Ruiz, jefe de producto de Lustau.
A pesar de que el mercado ha acogido bien estas nuevas versiones, permanecen lejos de los cinco millones de botellas anuales que venden firmas como Yzaguirre y Zarro. En los bares de siempre, como los del madrileño Mercado de San Fernando, el vermú rojo sigue siendo el rey. La debutante Marta apura el suyo con su amigo Jaime antes de ir en busca de más compañía en otra barra. “Esto es lo que mola del vermú”, dice Jaime. “Es un acto social, una excusa para juntarse con los colegas”.
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