Gambia, el exilio fallido
Gambia es el quinto país emisor de emigrantes a Europa, pero no todos consiguen el anhelado sueño de quedarse
“Todos nos vamos para ayudar a nuestras familias, para tener una vida mejor. Incluso la gente que consigue los papeles viene cada seis meses y ayuda a las personas, a las personas pobres”, dice Modou Chorr, cabeza pelada, 31 años y una camiseta naranja que brilla en la oscuridad. Modou trabaja en un hotel de la localidad de Tendaba, al filo del río Gambia, en el país del mismo nombre. Su historia comienza muy atrás, cuando huyó en el año 2007 de este Estado africano, que en 2015 fue el quinto del que más población salió rumbo a Europa, según la Agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR).
El uno de mayo del 2007 recibió una llamada: “Tengo algo para ti”.
Era su tío, que había descolgado el teléfono desde su casa de Bettenty, una minúscula isla difícil de hallar en el mapa, en la vecina Senegal. Aquel regalo era una plaza en un barco preparado para zarpar hacia Canarias. Modou tomó la decisión al momento porque quería pagarle el colegio a su hermano, pero mantuvo en secreto su huida: “No conté nada a la familia. Nadie lo hace porque dirían que no. Lo compartes con tu hermano o con nadie”.
A las costas de las islas Canarias llega una niebla de arena llamada calima que, vista desde el cielo, aparece como una pincelada de tierra. En Canarias soplan los alisios, unos vientos que los veleros aprovechan para llegar hasta América. Hasta allí también llegan, de vez en cuando, mensajes: en junio del 2007, una profesora encontró en una playa de Gran Canaria una botella con un mensaje que venía de Nueva York. Pero muchas veces quienes arriban son personas: el año en que Modou Chorr salió rumbo España, cerca de 12.500 migrantes lo lograron. Él no fue uno de ellos. “Tras la llamada, me fui de Gambia al día siguiente: tenían que agrupar a la gente”, recuerda ahora desde esta pequeña población ribereña en el interior del país.
Hasta el 27 de mayo, la tarde de la partida hacia Europa, estuvo viviendo en un bosque, preparando la comida de las 150 aventureros que esperaban embarcarse y que pagaban 20.000 dalasis, unos 420 euros —el salario mínimo es de 27 euros mensuales—, a cambio de una promesa. ¿Cuál "Cambiar mi vida: salir a trabajar, volver y tener mi propio negocio", responde. "Las cosas no son fáciles aquí. Para ganar experiencia, es un sueño en África tener un negocio".
Pero el sueño de Modou se hundió pronto. De las 150 personas que esperaban a embarcarse solo lo hicieron 90, que fueron llevados en pequeños botes —de 20 en 20— para que no se pelearan. Porque allí no cabían todos. “Yo fui en el primero”, sonríe. Después de una semana de viaje, Modou se lanzó al agua del río Senegal: los motores de la embarcación se asfixiaron y pasaron tres días a la deriva. La travesía había acabado.
El barco en el que viajaba Modou era grande, alargado y estaba pintado de azul y blanco; uno de esos cayucos que siembran las costas de Gambia al atardecer, cuando los pescadores regresan de sus faenas y tumban las embarcaciones en la playa hasta el próximo amanecer: a primera hora de la mañana, estos hombres de mar empujan los lanchones a la orilla, se mojan las piernas hasta las rodillas y dan un salto a los cayucos, donde se amontonan diez o veinte pescadores. Y desaparecen en el mar.
Horas después van llegando a las playas, donde venden el pescado en las lonjas locales. La salida de los emigrantes tenía el mismo escenario: el amanecer, el mar, los barcos de pesca, porque la vía ordinaria —la de los visados— parece vetada para esta fábrica de emigración llamada Gambia. Modou, que se había resignado, trató de irse también por aire, pero hasta cinco veces le han denegado la visa a distintos países.
Cuando la agitación de la playa de Tanji, el puerto de mayor actividad pesquera y ubicado 30 kilómetros al sur de Banjul, la capital, se ha desinflado, Banbacar Dong se dirige al oeste de la playa. “Como este”, dice. Señala a un cayuco enorme en el mismo lugar del que salió la mañana del dos de septiembre del año 2006. "En África estamos muy cansados, no tenemos dinero. Yo quiero tener dinero para enviar a mi madre. La vida en África es muy dura".
Banbacar es un pescador tímido de 33 años que se fijó en algunos vecinos cuyos familiares enviaban remesas desde España y construían casas, armaban negocios. “Yo quería ganarme un futuro”, se justifica. “Yo los veía y también lo quería”.
Cuatro días antes de la partida tuvieron una reunión en Gunjur muchas de las 77 personas que viajarían en una travesía de siete días. Se reunieron con el dueño de la embarcación, que iba a ser comandada por un senegalés llamado Mormour. Tras un viaje sin demasiadas dificultades —apenas un día de mucho viento–— llegaron a las costas de Tenerife, donde les estaba esperando la Guardia Civil. Banbacar pensó que era un puesto de control, pero fue el primer contacto de su breve estancia en España, porque 39 días después estaba sentado en la butaca de un avión. “Una parte estaba llena de policías”, recuerda ahora en Tanji, “y yo pensé que nos iban a llevar a Madrid o Barcelona. Pero cuando estábamos sentados nos dijeron que nos llevaban a Senegal. Entonces pensé mucho acerca de mi vida: perdí todas las cosas que creía que iba a conseguir”.
Era el fin de la aventura.
No dije nada a la familia. Nadie se lo dice porque dirían que no. Se lo dices a tu hermano o a nadie
Modou Chorr, migrante gambiano
De la costa tinerfeña fueron llevados a un campo de la Cruz Roja: allí permaneció 36 días; después pasó tres más en otro campo en Las Palmas, hasta que lo trasladaron al aeropuerto. “Yo quiero ir a España a trabajar hasta hoy, pero no tengo el dinero para ir, aunque no volvería a hacerlo en barco: muchas dificultades. Solo si tengo dinero y los papeles iré”.
Un año después, en septiembre del 2008, una aeronave con 107 inmigrantes voló desde el mismo aeropuerto de Las Palmas a Banjul, la capital de Gambia. Pero tuvo que volver porque el Gobierno del país africano no le permitió el desembarque. Los pasajeros iban custodiados por 117 policías.
Huida masiva
Canarias vio cómo a su litoral llegaron cientos de embarcaciones entre 2007 y 2009 procedentes de Gambia y Senegal, aunque también de otros países. El Gobierno de España comenzó a vigilar las costas africanas, lo que suponía taponar la fuga en el origen. Así, en 2007 —el año que llegaron 12.000 personas a las costas Canarias— envió dos patrulleras marítimas a Gambia.
Ese mismo año, la Agencia Española de Cooperación y desarrollo (AECID) había aterrizado en el país para contribuir a su desarrollo a través de un programa de formación y empleo de la población local. Dos años después, España donó embarcaciones y materiales —como coches o equipos electrónicos— para controlar los flujos migratorios. La salida de la población por las costas africanas se desinfló: en 2006 llegaron en cayuco 31.681 inmigrantes a Canarias, el mayor número registrado; en 2009 lo hicieron 2.246 personas; en 2010, 3.632. Durante el 2015 fueron 850.
“No creo que se pueda hacer nada, es solo un fenómeno histórico”, opina Hassoum Ceesay, historiador del Museo Nacional de Gambia. “En los ochenta y noventa los cubanos iban a América y morían en el agua. Esto se parará por sí mismo, pero los Gobiernos no pueden hacer nada”, prosigue.
Entonces, las rutas de la emigración cambiaron. Los jóvenes habían visto el progreso de sus vecinos, que iban a Europa y regresaban a sus países envueltos en un futuro prometedor. Y querían hacer lo mismo: aquella tumba a cielo abierto se trasladó al mar Mediterráneo.
“Bloquean un lado, pero la emigración se traslada a otra parte. En 2009 y 2010 iban a España, todos iban a España. Ahora todos van a Italia, porque España bloqueó la entrada por Ceuta y Melilla”, insiste el historiador y escritor, que cree que las muertes en el mar son una “nueva forma de esclavitud”.
En el año 2014 el mar Mediterráneo, último salto a la tierra prometida, engulló la vida de 3.200 personas; en 2015, de 3.700. Este año parece que va a ser aún más nefasto: ya han muerto ya 3.800.
Un relato común
En Gambia resulta fácil escuchar historias de emigrantes. Vecinos, familiares y amigos que huyeron por el horizonte de un país con una esperanza de vida de 60 años y gobernado bajo el férreo bastón de mando del excéntrico Yahya Jammeh, que llegó al poder en 1994 tras un golpe de Estado. En el año 2001 ganó en las urnas, pero desde entonces ha llevado a cabo una caza de brujos y ha afirmado, entre otras cosas, que el sida se curaba con hierbas. El país, con menos de dos millones de habitantes, es uno de los más paupérrimos del mundo: está en el puesto 175 de Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas.
Aunque Modou Chorr mantiene un empleo estable en un hotel, no ha cambiado el rumbo de sus aspiraciones. “He decidido vivir aquí, buscar conocimiento y aplicarlo todo en propia empresa como guía. Mi intención era estar en Europa cinco años y volver: Europa te puede ayudar a tener un futuro”, explica. Pero la experiencia en una barca que naufragó —“muchos enferman, otros tienen problemas mentales al volver”— en el río Senegal ha apagado sus intenciones de repetir el mismo camino: “No me iría en barco, una experiencia ya está bien”.
La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) apunta que, actualmente, en el mundo hay 244 millones de migrantes internacionales. La mitad de ellos habitan en solamente diez países, entre los que se encuentra España, un país que en una década pasó de no tener migración a ser uno de los principales focos de extranjeros, encabezados por oriundos de Rumanía y Marruecos.
Para Hazzoum, que define su análisis desde el punto de vista histórico, cree que hay dos causas: la deprimente situación económica del país y una razón propia de las últimas décadas. “La globalización”, responde, “la gente únicamente quiere moverse. Los portugueses van ahora a Angola y los españoles a Guinea Ecuatorial. Los gambianos hacen lo mismo. Esto es parte del proceso de globalización”.
Nueve años después de su exilio fallido, Banbacar Dong mantiene su desesperanza. “Viviendo en África es muy difícil desarrollar una vida”, dice en Tanji, donde los pescadores siguen llegando. “África es muy difícil”, insiste, “trabajas mucho y ganas poco. Si puedo ganarme la vida allí, me voy”.
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