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El final del fuego

Imagen de Prometeo trayendo el fuego, de Jan Cossiers. El cuadro, de 1637, ilustra al titán robando la llama de los dioses para traerla a la Tierra.
Imagen de Prometeo trayendo el fuego, de Jan Cossiers. El cuadro, de 1637, ilustra al titán robando la llama de los dioses para traerla a la Tierra.Album
Martín Caparrós

A VECES PASAN esas cosas: algo cambia, algo que había existido tanto tiempo, y ni siquiera lo notamos. Falta poco, muy poco; en realidad, ya estamos llegando. En unos años, imagino, algún avispado celebrará el final de la Era del Fuego –y el ciclo más decisivo de nuestra historia parecerá cerrado

El fuego hizo a los hombres. De todas las maneras: para empezar, no hay relato del origen que no se haya cocinado al calor de una llama. El griego, por ejemplo, cuenta cómo un hombre decidió dar a los suyos el saber de los dioses: para hacerlo, Prometeo robó el fuego del Olimpo y lo trajo aquí abajo. Con fuego, los hombres empezaron a ser lo que serían: los dueños de este bajo mundo.

El fuego hizo a los hombres. De todas las maneras: para empezar, no hay relato del origen que no se haya cocinado al calor de una llama.

No son sólo historias para contar alrededor de un fuego: todo cambió realmente hace medio millón de años, cuando aquellas bandas de carroñeros frágiles que vagaban atemorizados por llanuras y colinas aprendieron a manejar las llamas. Con ellas se calentaron, se iluminaron, se defendieron de las fieras, transformaron bosques impenetrables en planicies de caza, cocinaron: transformar los alimentos les permitió comer tantas cosas que antes no, mejorar sus cuerpos, desarrollar sus cerebros, volverse más y más hombres. El fuego fue una de las primeras herramientas; gracias a ellas, los hombres se distinguieron de los animales: pudieron hacer mucho más que lo que sus cuerpos les permitían, ser más que lo que eran. Multiplicar sus fuerzas y, así, multiplicarse.

Después, durante todos estos milenios, el fuego fue el centro de nuestras vidas. Por algo el hogar se llama hogar, el lugar de las llamas. Todo dependía del fuego: la cocina, por supuesto, pero también la calefacción, la agricultura, las armas, los cultos, las formas de transformar el metal y la madera y las demás materias. Con el tiempo, otras funciones fueron agregándose: las máquinas que crearon las grandes industrias funcionaban a vapor, los transportes que cambiaron el mundo también se movían por combustión de carbón o petróleo; formas del fuego. Y así fue hasta hace nada: diez, quince años.

Pero ahora se termina. A fines del siglo pasado una casa tenía todavía sus espacios para el fuego: la cocina solía usarlo, la calefacción, el calefón. Ahora, en los países ricos, las casas ya no tienen: cocinas de vitrocerámica, calefacciones a aire o agua, calefones eléctricos; los coches van a ser más y más eléctricos, los trenes ya lo son. El fuego sobrevive en la pobreza, donde todavía es necesario; en la riqueza ha pasado a tener un lugar suntuario, nostálgico: aparece de tanto en tanto en una vela o una chimenea o un asado, memorias de cómo eran esas cosas. Y la rara costumbre de meterse brasa en los pulmones languidece: fumar ya es cosa de perdedores sin remedio y la última razón para llevar una maquinita de hacer fuego –fósforos, mecheros– en el bolsillo también va cayendo en el olvido. Así estamos llegando al final de la etapa más larga de la historia humana: la Edad del Fuego se deshace en silencio, sin nadie que la llore como se merece.

Pero no todo se acabó. Se diría que el fuego preparó, silencioso, sibilino, su revancha: nos espera al final. El planeta está demasiado lleno, las poblaciones son demasiado móviles, las historias demasiado tornadizas, así que los viejos cementerios dejan cada vez más su lugar a los modernos incineradores. Alguien dijo que donde hubo fuego quedarán cenizas: no sé si supo cuán cruel era su burla. Y así seguimos siendo, finalmente, en el final, del fuego.

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