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Salman Rushdie, 24 horas de libertad

Antonio Muñoz Molina

LA ESCOLTA nos envolvía como en un glóbulo de velocidad y sigilo: pasamos sin detenernos por el control de pasaportes. Parecía que no hubiera nadie más en el aeropuerto. Pensé que esa visión tan inusual para mí se había vuelto normal en la vida de Rushdie: grandes vestíbulos de aeropuertos deshabitados, hombres discretos y fornidos con trajes oscuros, gafas y transmisores que lo rodeaban y lo conducían, paisajes y ciudades entrevistos a una velocidad excesiva tras cristales blindados.

Rushdie no parece tener nada de neurótico, y el melodramatismo que suelen adquirir su mirada y los rasgos de su cara en las fotografías.

Pero Rushdie no parece tener nada de neurótico, y el melodramatismo que suelen adquirir su mirada y los rasgos de su cara en las fotografías desaparecen del todo cuando uno se encuentra con él. No es un solitario, desde luego, aunque las circunstancias lo hayan condenado durante años a la soledad, y la persecución que sigue sufriendo no lo ha vuelto ni un iluminado ni un misántropo. El ayatolá Jomeini pronunció su sentencia de muerte el 14 de febrero de 1989. Quien lo asesine tendrá garantizada no solo la eterna bienaventuranza, sino también una recompensa de un millón de dólares, más gastos, según subraya con ironía amarga Julian Barnes. “Podían haberme destruido fácilmente”, me dijo Rushdie, “podían haberme convertido en un hombre asustado, obsesionado por la seguridad y el encierro, alguien amargado, enfadado, hostil. Como persona y como escritor, podían haber acabado conmigo. Esa habría sido su victoria. Pero yo no quería convertirme en un rehén del miedo, en una criatura de la fetua”.

Tampoco quería que su literatura desapareciera bajo la tormenta política de la condena a muerte, que sus libros dejaran de ser leídos para ser usados como símbolos, atacados o defendidos en virtud no de lo que estaba escrito en ellos, sino de lo que otros decidían que representaban. Ahora Rushdie siente que en ese empeño no menos angustioso que el de sobrevivir también está venciendo. La novela que acaba de publicar, El último suspiro del moro, ha recibido críticas entusiastas. En el Volvo blindado que nos conduce a Granada a través de un paisaje en el que la sequía ha borrado cualquier indicio de otoño, cuenta que tardó cinco años en escribir el libro, y se le nota que está satisfecho y exhausto.

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