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Deporte. El erial redimido

Luis Barta
Santiago Segurola

L A SALUD del deporte español no figuraba, ni de lejos, entre las considerables preocupaciones del tenso otoño de 1976. Franco había muerto 11 meses antes, en la cama, después de una guerra civil y 36 años de dictadura. Comenzó a gobernar antes del inicio de la II Guerra Mundial y el descubrimiento de la penicilina. Falleció después de la llegada del hombre a la Luna y del final de la guerra de Vietnam. Camino del siglo XXI, España era una extravagancia que Europa ya no se podía permitir. Y los españoles, tampoco. Eran tiempos inquietantes que solo dejaban alguna rendija para escuchar los habituales decibelios del fútbol y poco más

El suplemento dominical de EL PAÍS apareció en la primera semana de octubre de 1976. Los lectores lo tomaron como el regalo añadido del periódico que acababa de nacer en medio del entusiasmo popular. Sus páginas no desdeñaban el deporte, pero tampoco lo magnificaban. Lo tomaban en serio. Esa aproximación le sirvió para ganarse el respeto de unos lectores que 40 años después apenas recuerdan una gesta deportiva de aquel año.

Durante el franquismo, incluido Montreal 76, España solo logró siete medallas en los JJ OO.

Habían terminado los Juegos de Montreal con el habitual fracaso español. Dos medallas de plata, una en piragüismo y otra en vela, representaban el erial deportivo de un país que solo había logrado siete medallas durante el franquismo, incluida la edición de Montreal 76, donde se había mantenido la ínfima presencia femenina que caracterizaba al equipo olímpico. Solo 21 mujeres habían participado en los ocho Juegos celebrados desde 1948 –­una media de 2,6 participantes por edición–, con una única finalista, la nadadora catalana Mari Paz Corominas. El deporte español estaba infinitamente más cerca del Tercer Mundo que de su entorno europeo. Ni tan siquiera le salvaba el viejo monocultivo del fútbol.

La selección no había acudido a los dos últimos Mundiales –México 70 y Alemania 74– y solo un equipo, el Atlético de Madrid, había disputado la final de la Copa de Europa desde 1966. Johan Cruyff y Günter Netzer habían llegado tres años antes a España, pero no lograron girar la trayectoria descendente del fútbol español. Era un deporte triste, marginal, a la altura de un país francamente gris.

Aquel año encumbró a dos estrellas: Nadia Comaneci, la chiquilla rumana que deslumbró en las competiciones de gimnasia, y el estadounidense Bruce Jenner, ganador del de­catlón olímpico. Nadie sospechaba que 13 años más tarde Comaneci huiría de su país a pie, de noche, sin dinero, perseguida por la temible Securitate del tirano Ceausescu. Jenner se publicitaba como el deportista macho por excelencia y así se vendió su patriótica figura en Estados Unidos, donde la imagen del campeón se hizo ubicua en los anuncios comerciales. Mucho más tarde, convertido en Caitlyn Jenner, regresaría a la fama por razones muy diferentes, sujeto a cuestiones que en 1976 pocos pronosticaban.

Miriam Blasco en el podio con su medalla de oro en la competición de yudo de los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992 - Foto, Joan Sánchez

La gran polémica de aquellos días estaba referida a la incertidumbre que provocaban las imbatibles nadadoras de la República Democrática Alemana (RDA), conocidas como las Grossen Berthas (Grandes Bertas, como los obuses alemanes de la I Guerra Mundial) por su aparatoso físico y su voz cavernosa. En Montreal ganaron todas las pruebas individuales, con la excepción de los 200 metros braza. Las sospechas de dopaje se confirmaron años después, tras la caída del muro de Berlín en 1989 y el final de la Guerra Fría. Durante años, la RDA había utilizado un macabro plan estatal de dopaje para mejorar desde la infancia el resultado de sus mejores deportistas, representantes de una época donde los dos grandes bloques políticos pretendían exaltar su superioridad moral a través de los podios.

Desde la perspectiva actual es casi imposible reconocer aquel periodo. Juan Antonio Samaranch, embajador español en Moscú y antiguo delegado de deportes en los años sesenta, sucedió en 1980 al lord irlandés Michael Morris Killanin al frente del Comité Olímpico Internacional (COI) y acabó con el principio básico del amateurismo. El giro hacia el profesionalismo transformó radicalmente los Juegos y, por extensión, el deporte, que aprovechó con inteligencia los primeros signos de la globalización, diseñados a través de las nacientes telecomunicaciones y del desplome del bloque soviético. Se generó un nuevo mundo, fascinado por los espectáculos deportivos profesionales, que encontraron un nuevo y vertiginoso difusor en Internet.

El éxito político de Barcelona 92 podía preverse, pero no los 22 podios españoles.

Ningún deporte representa mejor el cambio universal que el baloncesto profesional estadounidense. Michael Jordan ingresó en la NBA en 1984. Cuatro años antes, el mítico partido final que enfrentó a los Lakers de Magic Johnson y Kareem Abdul Jabbar con los Sixers de Julius Erving se había emitido en diferido en la televisión norteamericana. No interesaba a casi nadie. La NBA venía del desprestigio y del abismo de la quiebra. David Stern, un joven y astuto abogado, recibió el encargo de cambiar el modelo. Lo consiguió con una rapidez inaudita. Utilizó a tres nuevas estrellas –Magic, Larry Bird y Michael Jordan– para transformar la decaída NBA en un apoteósico negocio global. En 1992, los tres ídolos formaban parte del dream team que asombró en los Juegos de Barcelona y selló la transformación de los Juegos Olímpicos en un espectáculo definitivamente profesional y mercantil.

Los Juegos de Barcelona funcionaron como la gran bisagra del deporte español. En muchos aspectos señalaron el final simbólico de la transición política y la homologación de España como un país moderno, de posibilidades inexploradas, por fin abierto al mundo. A esas alturas, El País Semanal era un portaviones dentro de la estructura del periódico. Las tiradas en los fines de semana alcanzaban 1,1 millones de ejemplares en 1992. En sus páginas empezaban a recogerse los incipientes éxitos del deporte español y sus principales actores. El desafío olímpico de Barcelona mereció tres portadas antes de los Juegos. Se podía prever el éxito político, pero no el organizativo, y menos aún la imponente cosecha de medallas de los deportistas españoles.

Larry Bird, Michael Jordan, and Magic Johnson: el Dream Team.

España ganó 22 medallas en Barcelona, tres veces más que en todo el franquismo. La yudoca Miriam Blasco consiguió la primera victoria olímpica de una mujer española. El equipo femenino ganó ocho medallas, anticipando la enorme progresión que se produciría a partir de entonces. Tres años antes, en Roland Garros, la tenaz Arantxa Sánchez Vicario había derrotado en la final a la alemana Steffi Graf, una de las grandes leyendas del tenis. Aquel triunfo se interpretó en primera instancia como una de las peculiaridades de la España productora de genios en un paisaje desolador. Arantxa se añadía a la saga de pioneros como Santana, Seve Ballesteros o Paquito Fernández Ochoa. No se sospechaba que había comenzado una nueva época en la relación de la mujer con el deporte.

El éxito de Barcelona 92 coincidió con una notable inyección de dinero público y privado al deporte. El triunfo del plan ADO de ayuda a los deportistas superó cualquier previsión y consignó un factor de imagen que fue convenientemente aprovechado en términos políticos y comerciales. El deporte se utilizó como ariete publicitario de lo que comenzó a promocionarse como la Marca España.

Si en alguna nación parecía imposible la aparición de una pléyade de ídolos mundiales, ese lugar era España.

Si en alguna nación parecía imposible la aparición de una pléyade de ídolos mundiales, ese lugar era España, que hasta 1992 mantuvo todos sus viejos tópicos: tierra de pequeños y tenaces fondistas y escaladores. Indurain –un chicarrón en las antípodas del tradicional ciclista español–, Olazábal, Fermín Cacho, Gasol, Fernando Alonso y una impresionante saga de tenistas, encabezados por Nadal, y de pilotos de motociclismo se ocuparon de enterrar los tópicos y de trasladar el deporte español a cotas impensables.

La incidencia del éxito ha sido relevante en casi todo el arco deportivo, y particularmente visible en las grandes especialidades profesionales, en lo que se podría denominar deportes con vocación de portada.

Tenía 23 años y ya había hecho historia: con un tercer puesto en Malasia, en abril de 2003 acababa de convertirse en el piloto más joven en subir a un podio. Sus 32 victorias y dos mundiales eclipsarían pronto el recuerdo de lo que en aquella fecha fue la mayor alegría que había conocido el automovilismo español.pulsa en la fotoTenía 23 años y ya había hecho historia: con un tercer puesto en Malasia, en abril de 2003 acababa de convertirse en el piloto más joven en subir a un podio. Sus 32 victorias y dos mundiales eclipsarían pronto el recuerdo de lo que en aquella fecha fue la mayor alegría que había conocido el automovilismo español.

Aunque la tolerancia con el dopaje impidió durante años que se dictaran leyes penales a la altura de las que se habían implantado en Italia y Francia, una lacra que ha pesado en la consideración que en ocasiones han recibido los deportistas españoles en el extranjero, el salto de España en los últimos 40 años ha sido impresionante. Nada define más su progreso que el nuevo papel de la mujer en las principales competiciones internacionales. A los Juegos Olímpicos de México 68 solo acudieron dos mujeres, Mari Paz Corominas y Pilar von Carsten, el 1,7% del total de atletas españoles. En los recientes Juegos de Río, el equipo femenino representaba el 48% de la delegación de deportistas.

No se trata de estadísticas voluntaristas. En Londres 2012, las mu­­jeres ganaron 11 de las 17 medallas de España. En Río han cosechado 9 de las 17. Especialidades como el fútbol, baloncesto, balonmano o waterpolo han visto una crecida formidable, sobre todo en las categorías juveniles. En un país que secularmente degradó la condición de la mujer, los éxitos actuales en el deporte tienen un significado sociológico que escapa a la simple enumeración de victorias y récords.

El milagro deportivo no se extendió al fútbol hasta Luis Aragonés y Vicente del Bosque.

Barcelona 92 añadió una paradoja que se resolvió 18 años después. El milagro español tardó en afectar al fútbol, que siempre pareció mejor representado por los equipos que por la selección, un pozo tradicional de frustraciones. Mientras el Barça y el Real Madrid alcanzaban la cima de Europa desde postulados futbolísticos diferentes –la huella estilística de ­Cruyff en uno, la capacidad para liderar el mercado mundial en el otro–, la selección siguió estancada en posiciones insustanciales, impropias de un país enloquecido con el fútbol.

Las viejas decepciones llevaron a un debate sobre el modelo de juego que perduró 20 años, hasta la revolución que encabezó Luis Aragonés en la Eurocopa 2008 y prosiguió con Vicente del Bosque con la victoria en el Mundial 2010 y la Eurocopa 2012. Pocas veces se ha visto una hegemonía tan aplastante, con el valor añadido de un fútbol singular, heterodoxo, ajeno a las modas imperantes en el resto del mundo. Aquella victoria cerró el ciclo que comenzó en la tierra quemada de 1976 y terminó a lo grande con el derechazo de Andrés Iniesta una tarde de julio en Soweto.

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