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Tiempos lentos

FMCV - Archivo Museo Fortuny
Leila Guerriero

PODRÍA HABERLA tirado, olvidado, traspapelado. Después de todo, es un poco de papel. Pero uno no tira, olvida, traspapela cosas como esas. Que son mucho más que un poco de papel. Todavía está ahí, 24 años más tarde, en el estante de mi biblioteca donde tengo los diccionarios: un ejemplar de El País Semanal del 16 de febrero de 1992. En la portada hay un hombre sentado frente a un fondo azul frenético. Debajo, esta frase: “Barceló. Cuaderno de Malí. Este ejemplar de El País Semanal es una obra de arte. Contiene pinturas, dibujos y textos inéditos de Miquel Barceló”. Adentro, una nota firmada por Soledad Alameda que hablaba de “un artista que vive el borde del abismo”, de un “clásico en vida”. Y algunas fotos, y los dibujos, y esta frase de Barceló: “El cuadro, entonces, está delante de ti y sabes que es más inteligente que tú”. Yo no sabía quién era Miquel Barceló. Tampoco sabía quién era Soledad Alameda. Y no sé, todavía, qué parte de todo lo que vi –¿el texto, las fotos, la frase, los dibujos de una austeridad pánica, la palabra Malí que impactaba en el centro del magnetismo cándido que yo sentía entonces por África?– fue la que me clavó el anzuelo del diablo, la que me hizo decir “eso quiero”. Donde “eso quiero” debe leerse como un eufórico aunque muy difuso sentimiento, mezcla de “quiero escribir en esa revista” con “quiero entrevistar a alguien como Barceló”, con “quiero ir a África”, con, sobre todo, esta certeza: “Quiero publicar alguna vez algo que haga que alguien sienta lo que sentí yo al ver esto”. Y lo que sentí al ver eso fue: “¿Cómo he podido vivir hasta ahora sin saber que existían este hombre y estos dibujos?”./

En los noventa yo era una periodista en ciernes que vivía en un departamento chico donde se apiñaban una cama, un televisor, tres estantes con libros, la mesa de pino sobre la que apoyaba la máquina de escribir, y aún podía contar los aviones a los que me había subido: eran cuatro. No recuerdo cómo llegó a mis manos ese ejemplar, pero ahora pienso que lo debo de haber robado de la revista en la que trabajaba, Página/30, donde llegaban algunas publicaciones extranjeras. En épocas en las que no había Internet y la circulación de libros y revistas foráneos era por tracción a sangre –las traían amigos que viajaban, las perseguíamos en algunos quioscos de la calle de Florida–, conseguir un ejemplar de El País Semanal en Buenos Aires no era fácil. De manera que, en efecto, debo de haberla robado./

Dije antes que no sé qué fue, de todo eso, lo que me clavó su anzuelo. Pero es mentira. Sí sé qué fue: la revista me mostró un mundo desconocido. Me dijo: “Hay más cosas entre la tierra y el cielo de las que sospecha tu filosofía”. Así que la guardé con cuidado, no con otras revistas, sino entre los libros. Cada tanto me topaba con ella, y ese azul atómico de la portada me hacía sentir el mismo entusiasmo, la misma inflamación eufórica de la primera vez. Estuvo ahí durante años: la tarde en que llevé a ese departamento mi primera computadora, la tarde en que me echaron del trabajo, la tarde en que volví a tener, y el día de julio de 2006 en que recibí un correo electrónico desde El País Semanal en el que una colega –Julia Luzán– se presentaba y me pedía un artículo para la revista, basado en un libro que yo había escrito y que acababa de publicarse en España. No puedo recordar qué sentí, pero me conozco: pánico, exaltación, pánico, exaltación, pánico. Desde entonces, aquí estamos./

LAS HISTORIAS NECESITAN TIEMPO, TIEMPO PARA VER Y ESCRIBIR. Y ESPACIO PARA PUBLICAR. NO PUEDE HACERSE EN UN TUIT. .

He escrito en El País Semanal sobre suicidas, sobre un hombre gigante, sobre un empresario de la carne y otro de la soja, sobre el VIH en Zimbabue, sobre el Equipo Argentino de Antropología Forense que trabaja identificando restos de víctimas del terrorismo de Estado desde 1987. Recuerdo cosas que no escribí. Recuerdo el modo en que el guardaespaldas del empresario de la carne me llevó aparte durante la sesión de fotos en la que su cliente (a quien yo había entrevistado durante meses) aceptó sin reparos, y hasta divertido, posar con sobretodo, tirantes y bombín (en clara alusión a un personaje de El padrino), y me dijo por lo bajo, suponiendo que esa imagen terminaría perjudicando al empresario, “usted me traicionó”, y recuerdo que yo me dije: “Estoy frita”. Recuerdo la tarde que pasé de pie en torno a una mesa junto a los miembros del Equipo Argentino de Antropología Forense, las manos enfundadas en guantes de látex, ayudándolos a ensobrar soportes estériles para tomar muestras de ADN a familiares de desaparecidos (para después cotejarlos con los restos), y recuerdo que memoricé y anoté los números de serie de los sobres que me habían tocado pensando que quizás uno de los “míos” ayudara, alguna vez, a identificar a alguien, y recuerdo cómo después perdí adrede esa anotación porque me pareció una actitud irrespetuosa, una curiosidad infantil./

Pasé, con toda esa gente, mucho más tiempo del que paso con mi familia. Salí con ellos –a cenar, a tomar café, a recorrer sus oficinas y sus campos– mucho más a menudo de lo que salgo con mis amigos. A veces alguien me pregunta: ¿para qué? ¿Para qué, si no hay espacio para publicarlo todo, si siempre lo que queda afuera es mucho? Supongo que porque es la única manera –o la única que yo conozco– de entender para después contar./

El periodista polaco Ryszard Kapuscinski decía que, por cada página escrita, un periodista tenía que leer cien. Yo no sé si llego a tanto, pero tan solo las transcripciones de las entrevistas con los miembros del Equipo Argentino de Antropología Forense ocupan 110 páginas, y las del empresario de la soja, 107. A eso hay que agregar libros, material de archivo, vídeos, conversaciones con amigos, familiares y adversarios. El periodista y editor Juan Cruz suele citar a Eugenio Scalfari, fundador del diario La Repubblica, de Italia, que alguna vez dijo: “Periodista es gente que le cuenta a la gente lo que le pasa a la gente”. Yo creo en eso: en un oficio que empieza con gente y termina en la gente. Y un mundo donde las personas no son personas sino “fuentes”, donde las casas no son casas sino “el lugar de los hechos”, sin matices ni contradicciones, un mundo de buenos contra malos y malos contra buenos, no me parece un mundo real sino un simulacro. Y un simulacro muy aburrido./

El periodista polaco Ryszard Kapuscinski decía que, por cada página escrita, un periodista tenía que leer cien. .

Yo he escuchado a una escritora de 90 años contarme sus experiencias paranormales con el diablo; a una adolescente que se llamaba Naty mostrarme con pudor y asco las fotos de cuando era un chico y se llamaba Marcos. He pasado cientos de horas con mujeres y hombres a quienes vi llorar o perder los estribos o decirme cosas que no sabían que sabían, y todo eso pasó porque fui a verlos una y otra vez, hasta que creí tener material suficiente para contar una historia que no los redujera a un cliché. Claro que para eso se necesita tiempo –tiempo para ver, tiempo para escribir– y espacio: espacio para publicar. No puede hacerse en un tuit. Ni en cien./

Ahora ya no vivo en aquel departamento pequeño, y no puedo contar los aviones a los que me subí. Pero sé que quiero ser periodista por los mismos motivos por los cuales quería serlo entonces: para contar personas, no caricaturas. La fe que reza que todo tiene que ser urgente y corto porque la gente ya no lee textos largos, y menos aún en la web, ahora está en discusión (The Atavist, por ejemplo, es una plataforma digital que publica historias periodísticas muy largas con gran éxito). Pero yo siempre fui de la fe contraria: creo que si un texto está bien reporteado y bien escrito, y si cada una de sus frases tiene la ambición –desmesurada y mesiánica, pero honesta– de dejar huella, de decir: “Hay más cosas entre la tierra y el cielo de las que sospecha tu filosofía”, el lector leerá. Puede ser una fe idiota. Pero es una fe. En cualquier caso, es la única que tengo. Y vengo aquí, cada tanto, a que me dejen celebrarla./

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Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

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