La Habana de siempre
A
NTE ESTE goteo de maletas que tardan en salir más de dos horas para nuestro único vuelo, pienso que, efectivamente, Cuba está cambiando. En los viejos tiempos, el viajero seguía conservando la ilusión de confort durante el nervioso check in de funcionarios con uniforme militar. Pero ahora el aeropuerto José Martí nos ha recibido sin aire acondicionado, con 90% de humedad y a casi 40 grados. Ya no cobran impuesto, pero todavía siento que me estafan: deberían indemnizarme y asistir a mi hijo de año y medio que está a punto del colapso. Todos esos amigos que en España suspiran de morriña utópica considerando a Cuba una especie de Atlántida sumergida en sueños libres de capitalismo deberían lanzar su pasaporte europeo al mar del Malecón habanero y ponerse a vivir como cubanos.
¿Qué aspecto debería ofrecer un país que cambia? Que yo sepa, diferenciarse en lo esencial. Lo otro significa que algo debe cambiar para que nada cambie. La visita de Obama se llevó la esperanza. Que yo recuerde, solo ocurrió una vez algo parecido: cuando Gorbachov visitó Cuba en 1989. Con Obama, hubo demasiada gente que rastreaba las calles y hacía cábalas sobre por dónde pasaría el benefactor afroamericano para vitorearlo, y el Gobierno comprendió que la masiva simpatía era una amenaza. Lo primero que llamó mi atención en esa ágora que son los taxis colectivos fue que la gente ya no se corta para hablar mal del Gobierno. Porque después de la visita de Obama han vuelto a apretar los tornillos, y se rumorean dos palos de los grandes, con bate de béisbol: que el Gobierno empieza a preparar a un hijo de Raúl Castro para la sucesión, y que se avecina otra gran crisis por culpa de la debacle venezolana.
Los cubanos de hoy se dividen en dos bandos: los hinchas del Real Madrid y los del Barça, porque es la manera de sentirse parte de otro mundo. Y en otros muchos dos bandos: los que tienen móvil y los que lo desean. Los que acceden a algún medio de transporte y los miles que desesperan como uvas de la ira en cada esquina. Los que le piden una gota de dinero a mi madre para comprar tres huevos y pasar la semana, y los que intentan venderle langosta y ternera de contrabando. Los que laceran al régimen y a su vez lo perpetúan sustituyendo el trabajo por trapicheo, y los que trabajan para el régimen; total, si en los centros laborales no hay mucha labor que hacer, salvo robar cosas para vendérselas a gente como mi madre.
Sale más rentable mandar a la gente a casa con la mitad del sueldo que gastar luz por una jornada completa.
El segundo día visité la librería de la Uneac (gremio nacional de escritores y artistas, meca del intelecto) y ahí estaba esa dama que veo cada vez que piso la isla cada dos años. Ella: “Estoy a punto de cerrar, apúrate, mi’jito”. Yo: “Pero si apenas son las doce”. Ella: “Es que no hay petróleo”. Y puntos suspensivos… Porque los centros laborales del Estado están activos solo hasta mediodía: sale más rentable mandar a la gente a casa con la mitad del sueldo que gastar electricidad. Y entonces comprendo por qué se ha vuelto tan difícil encontrar cerveza fresca en La Habana, ¡ay!, Nicolás Maduro.
Y para seguir con los bandos, ¿qué hace tanta gente aquí y allá, parados y movilizados? Es decir, blandiendo móviles como si perteneciesen a una secta, laboriosos como colmenas de la comunicación en zonas específicas de la urbe. Son los llamados espacios Google: en el parque de 13 y 74, en un sector de La Rampa, o frente al hotel Ambos Mundos, donde Hemingway se dedicaba a pimplar en días de vino y rosas. Para que no digan los detractores que en Cuba se escamotea el acceso a Internet. Compras por dos euros una tarjeta de la empresa Etecsa que te revende un trapichero, y con tu móvil de isla penitenciaria puedes acceder a Skype y hablar con el mundo. Contemplo el espectáculo sabiendo que es el último grito y el primer alarido de las telecomunicaciones cubanas populares. La prehistoria de lo que será Internet en la isla cuando de verdad algo cambie. Es deprimente, alegre y enternecedor: los cibernautas no están unidos, están reunidos. Aporrean teclados y gritan a sus micros, sonríen a las pantallas, dicen hola y adiós, una chica llora y puedo imaginar por qué, y escucho a otro que pide que le manden multivitamínicos y una faja para su abuela.
pulsa en la fotoVista nocturna del barrio de El Vedado.Edu Bayer
Pero no quiero pecar de reduccionista. Que si lo anterior no es todavía un síntoma del cambio, qué me dices de esos cubanos que van a paladares (restaurantes privados) de las calles Tercera y D, donde un plato roza precios de menú madrileño, una millonada impensable para los nativos hace un par de años. Y los que pululan por los bares de la calle del Obispo, que antes era coto exclusivo de turistas. Y ahí ves ahora a los del patio, atados a sus cadenas de oro o de fantasía refulgente, la flaca que duerme de día y ella sola, sin que la invite ningún extranjero, bebe una cerveza tras otra (y nunca engorda). Con lo caras que se han puesto (las cervezas): una lata (que no una mulata) puede costar dos euros. Son los nuevos ricos, pobres pero millonarios al lado de ese otro bando que le pide una gota de dinero a mi madre para los tres huevos de la semana.
Ser del estado significa pertenecer a cierta élite que tiene coche y dinero para ir a los garitos de moda.
Pero por encima están los otros, los verdaderos acaudalados que no trabajan para el Estado porque son el Estado. Y no nos confundamos pensando solo en altos dirigentes. Ser del Estado significa pertenecer a cierto establishment donde tienes coche y dinero para acceder a los garitos de moda de La Habana. Pero hay otras maneras de pertenecer a este gremio selecto: sobornando a inspectores para montar paladares de lujo. Siendo artista o deportista de élite. O negociante que compra y vende casas ahora que se puede. O esos otros que conducen los viejos coches americanos que tanto gustan a los turistas. ¿Cuánto puede ganar un piloto de Chevrolet que hace la ruta desde las playas de Marianao hasta el Capitolio? A ver cómo lo digo de una forma ilustrativa: más que yo y la mayoría de mis amigos en Madrid.
Mi última tarde en La Habana la gasté subiendo al restaurante La Torre, en el edificio Focsa, y no para comer, que es cosa de turistas. Quería sobrevolar con la vista la ciudad, quedarme con la foto aérea de tanta gente que ríe y padece bajo techos iguales. Mientras los tejados no cambien, mientras nadie los limpie, La Habana será la misma. Y ahí estaba la ciudad: con sus viejos tanques de agua, y los tugurios improvisados en la ladera de un monte urbano con buena vista. Cómo es posible que algo tan frágil dure para siempre. Y lo peor es que Juan el de arriba y Pedro el de abajo no se ponen de acuerdo. Lo que para Juan es el suelo, para Pedro es el techo.
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