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Amen ra Mashariki, el descodificador de Nueva York

Mashariki entre el ajetreo de la ciudad.
Guillermo Abril

A L CRUZAR LAS piernas, le asoman bajo el pantalón unos calcetines de colores eléctricos, como si rebosara su personalidad, enclaustrada en un traje de oficinista. Tiene nombre de divinidad egipcia, Amen Ra; apellido suajili, Mashariki, y, a los 41 años, es el jefe de la oficina de análisis de datos de una ciudad que los genera a ritmo vertiginoso: Nueva York, la más poblada de EE UU, con 8,5 millones de habitantes. Hace poco pasó por Madrid para explicar, en la cumbre Open Cities, cómo el acceso al colosal volumen de información que producimos los seres humanos puede mejorar nuestra vida. Mashariki es un predicador del open data. Y el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, le ha confiado la tarea de hacer públicos en 2018 todos los datos de su Administración. Del tráfico al número de árboles. De multas a conductos de ventilación.

Mashariki, de 41 años, durante una conferencia sobre datos abiertos en Madrid.

A cargo de un equipo de ocho analistas, magos de la computación y el algoritmo, su día a día se parece a una montaña rusa. Por un lado coordina agencias para que ganen eficiencia compartiendo información. Pero de pronto suena el teléfono. Una tormenta ha provocado un apagón en un distrito. Hay gente atrapada en ascensores. “Como departamento de policía o de bomberos, ¿quieres esperar a que te llamen pidiendo auxilio o prefieres una lista de los edificios con ascensores donde puede haber gente y acudir al rescate de forma proactiva? Mi oficina realiza el análisis para encontrarlos”. Su ayuda fue clave para hallar el foco del brote de legionela de 2015 en torres de refrigeración.

Empezó la universidad a los 16, la carrera de Ingeniería de la Información, y se doctoró en Ciencias de la Computación. .

Mashariki es la mezcla perfecta de sus progenitores. Posee el activismo de su padre, un militar que fundó tras Vietnam la asociación Black Veterans for Social Justice (veteranos negros por la justicia social), y la pasión por la tecnología de su madre, ejecutiva de IBM. Recuerda cómo de niño visitaba la fábrica del gigante informático. A casa llegaron los primeros ordenadores personales en los ochenta. En lugar de jugar con videojuegos, él se entretenía destripando PC.

Creció en Brooklyn. En una barriada olvidada y con el asfalto agujereado. Una noche, hundió la rueda de la bicicleta en un boquete. Pasó una semana en el hospital. Luego trató de diseñar un cinturón de seguridad para bicis. Tenía 12 años. Su madre, anticipando sus dotes, lo apuntó a un club de ciencia. Destacó y se ganó una plaza en el Instituto de Tecnología de Brooklyn, uno de los más prestigiosos del país. Mostró una capacidad superior a la media. Adelantó un curso. Empezó la universidad a los 16, la carrera de Ingeniería de la Información, y se doctoró en Ciencias de la Computación.

Detalles de sus manos y sus calcetines coloridos.

En su currículo figuran una beca para jóvenes líderes en la Casa Blanca, siete años en Motorola, la dirección tecnológica en la Oficina de Administración de Personal de EE UU y el laboratorio de física aplicada de la Universidad Johns Hopkins. De esta última experiencia, procesando varios gigabytes por segundo que enviaban satélites en órbita, nace su visión de Nueva York: “Un organismo vivo que produce datos a velocidad formidable: el tráfico, el flujo de peatones y turistas, los comercios, la gente que sube a los trenes, la hora a la que bajan… Una compleja sinfonía de información”. Interconectada. Caótica. En cuya amalgama trata de hallar un orden. “Buscar cosas en Nueva York es como encontrar una aguja en un pajar; mi oficina ayuda a reducir la cantidad de paja”.

Trabaja 12 horas diarias. Su correo está abierto a cualquier petición ciudadana. Y maneja un volumen de datos inimaginable. “Hablamos de petabytes. Pero la tecnología de hoy lo ha hecho transparente. Ya no importa si tengo 10 filas de datos o 10 billones”. Solo logra desconectar en vuelos transoceánicos. Y en la biblioteca donde investigaba de crío sobre chips y código fuente. Aún vive en Brooklyn. Y, como buen neoyorquino, necesita el ajetreo para respirar cada mañana. “Ese latido, ese ritmo, es una melodía reconfortante”.

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Sobre la firma

Guillermo Abril
Es corresponsal en Pekín. Previamente ha estado destinado en Bruselas, donde ha seguido la actualidad europea, y ha escrito durante más de una década reportajes de gran formato en ‘El País Semanal’, lo que le ha llevado a viajar por numerosos países y zonas de conflicto, como Siria y Libia. Es autor, entre otros, del ensayo ‘Los irrelevantes’.

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