Querida Susanna
NO SABES cuánto me impresionó tu frase “Si tuviera que volver a nacer, quisiera experimentar otra vez el gulag”.
¿Recuerdas? Me lo contaste en Moscú en 2011 en tu pequeño piso situado en uno de esos desangelados edificios de paneles prefabricados. Los gatos eran tus fieles aliados, al igual que los niños que irrumpieron, a la salida del colegio, a través de tus puertas siempre abiertas. Mientras conversamos iban entrando sin llamar vecinos, niños y gatos. Todo el mundo era bienvenido en tu hogar.
Yo te conté mi proyecto: entrevistar a las mujeres que habían estado en un gulag comunista y reunir sus testimonios en un libro. Tú eras una de las pocas mujeres que aún podían testimoniar lo vivido. Me contaste tu vida: tu enamoramiento, a los 16 años, del compañero de clase con quien en tu escuela organizaste un club de lectura. A la profesora no le gustaron los poemas que leíais. “Son antisoviéticos”, afirmó. “¿Antisoviéticos? ¿Y por qué?”, te extrañaste. “Porque son melancólicos y el hombre soviético no debe estar triste”. Replicaste: “Estar ahora triste y ahora alegre está en la naturaleza del hombre”. Ella te denunció, junto con los demás del club.
"A ti, una chica de 17 años todavía con trenzas, te condenaron a 25 años de gulag, de los que llegaste a cumplir 5".
A ti, una chica de 17 años todavía con trenzas, te condenaron a 25 años de gulag, de los que llegaste a cumplir 5; a tu novio lo fusilaron un año antes de la muerte de Stalin. Al principio no tenías conocimiento de su muerte, luego te negaste a creerla y, cuando la evidencia se impuso, decidiste dedicar el resto de tu vida a honrar la memoria de ese joven ejecutado. Después de haber pasado por siete cárceles y nueve campos de trabajos forzados, te pusieron en libertad al revisarse tu caso tras la muerte de Stalin.
Entonces pronunciaste aquella frase… “Si tuviera que volver a nacer, quisiera experimentar otra vez el gulag”. “¿Por qué?”, te pregunté incrédula y me lo pregunto aún. “Porque en ninguna otra parte conocí amistades tan inquebrantables como en el gulag”, sostuviste. “En libertad las vivencias resultan evanescentes, como si no anclaran nunca en nada; lo verdadero solo se puede experimentar en las situaciones límite”.
Te pregunté si te sentiste feliz cuando regresaste a casa. Lo que me contestaste resultó ser otra sorpresa: “Tenía ganas de volver al gulag porque en libertad nadie me entendía. Y yo no comprendía nada de lo que me rodeaba: ¿para qué tantos helados, cafés, restaurantes? ¿No es suficiente con estar vivo? ¿Para qué desear las cosas innecesarias como vestidos nuevos y vacaciones junto al mar? Vivir y basta, lo demás es superfluo”.
Más adelante te convertiste en reputada historiadora y disidente; con Putin lo fuiste con renovadas fuerzas.
Te alegraste cuando, en un momento dado, entró un joven estudiante. “Mi nieto Alexei”, me lo presentaste; “él continúa mi trabajo de disidente, ha retomado mi misión en el Memorial, esa institución para la protección de la memoria histórica”.
Sabes, Susanna, me abriste los ojos a tantas cosas… Sobre todo a no desfallecer ante la arbitrariedad y la injusticia, a renunciar a lo superfluo, a no dejarse encandilar por lo que alimenta nuestra vanidad, a vivir con intensidad y profundidad incluso en medio de uno de los mayores horrores del siglo XX.
Gracias, Susanna. Aún después de tu muerte, hace dos años, tu lección de sabiduría perdura en todos cuantos te conocimos.
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