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Columna
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Querida Juani

Marta Sanz

SÉ QUE ESTAS cartas a veces se utilizan para hablar con los muertos. Para reprocharles lo que no nos atrevimos a decirles cuando estaban vivos: que nos dejaran de herencia alguna enfermedad o nos castigasen con una fusta. Otras veces, las cartas funcionan como conjuro espiritista para agradecerles favores a difuntos con los que fuimos ingratas porque éramos aún demasiado pequeñas o demasiado bobas. Las cartas y algunos libros nos sirven para conversar con nuestros muertos de calidad y resucitarlos un rato en la suposición de que la escritura refresca y de la palabra brota la carne. Nos encanta alimentar esa esperanza, caligráfica y bíblica, aunque en nuestros ­peores ratos sepamos que el verbo solo ilumina la materia visible, incluso la que nos disgusta por su impertinencia o su hedor. Olvidamos voces y temperaturas por mucho que nos empeñemos en que las personas amadas viven para siempre en nuestros corazones y en que, si miras al fondo del espejo a la luz de una vela, encontrarás la cara del diablo y también la de tus cadáveres mimosos. Yo, sin embargo, te escribo porque hay que ver para creer y tocar para querer. La escritura, como la fotografía, congela y produce álbumes de muertos. Yo me siento culpable de haberte matado con palabras. Sin querer.

Yo hablé de ti en un libro y lo hice con amor. Recuperé nuestra infancia y adolescencia y te coloqué detrás de un puesto vendiendo golosinas.

En Desmontando a Harry, Woody Allen es un escritor que convierte en ficciones, más o menos reconocibles, todo lo que le sucede: cuenta el adulterio con su cuñada. Cuenta y cuenta quizá porque es la única forma de mantener su vanidad a salvo. Se queda solo. Yo hablé de ti en un libro y lo hice con amor. Recuperé nuestra infancia y adolescencia y te coloqué detrás de un puesto vendiendo golosinas, y describí lo preciosa que me parecía tu letra y nuestros juegos de sirenas en el mar. Escribíamos diarios de mujeres que no éramos nosotras o cartas falsas firmadas con tirabuzones de rúbricas para imaginar que habitábamos la piel de marquesas con peluca y polisón. Éramos otras para ser nosotras mismas. Hablé de ti con cariño y, al hablar de mi intimidad, me metí en la tuya y revelé zonas de tu pudor que acaso te llevaron a desaparecer. Porque, además de las sirenas, estaban los pitillos o los tampones ensangrentados o las mentirijillas. O quizá no fueron mis palabras las que te borraron cuando te querían subrayar, sino algo más triste: cómo poco a poco las nuevas amistades sustituyen a las viejas a causa de la distancia y la cotidianidad… Nosotras, aunque nos hubiésemos puesto arrugadas o gordas, al reencontrarnos reconocíamos a la niña que nos picaba por dentro. Pero, después de aquel libro, nunca más volviste a llamarme ni respondiste a los correos electrónicos que dirigí a esa bibliotecaria que hoy eres tú. Así que te escribo esta carta porque tengo la mala conciencia de que mi escritura, que quiso ser amante, te mató. Espero que hoy te vivifique y te devuelva a mí y, más allá de los espiritismos de la palabra escrita, esta recupere su excelente dimensión práctica –la de las listas de la compra, las recetas y apuntes– y tú seas más generosa que la cuñada de Woody Allen y dentro de cinco minutos el teléfono vuelva a sonar y nos pongamos a hablar como si tal cosa.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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