De cómo me convertí en espía tras un divorcio catártico, y gané
Después de romper una relación de 25 años, el actor Eduard Fernández psicoanalizó al espía más célebre de nuestro país. Ahora aprende a vivir con estas dos situaciones
Las catarsis, los momentos de explosión emocional, hay que vivirlos a pecho descubierto. Es un mundo lleno de oquedades, angustias, y también de oportunidades. Por todo ello ha pasado el actor Eduard Fernández (Barcelona, 52 años). Después de 25 años casado, con una hija veinteañera, su pareja se rompió. “Ha sido muy duro. Muy, muy duro. Pero creíamos que era lo mejor para los dos”, se sincera, y acto seguido da una intensa calada a un cigarrillo. Las salidas de esa situación cada uno las busca dónde mejor le dicta el instinto. El actor encontró la suya: "Con pastillas, con psiquiatras, con amigos y con lágrimas. Y con soledad. Algunas cosas hay que pasarlas solo", señala.
Y con una cosa más. Mientras pasaba por esta ruptura, Fernández se lanzó por el terraplén de la creatividad. El objetivo: psicoanalizar la vidriosa mente del espía más retorcido y brillante que ha dado este país, Francisco Paesa. El resultado: El hombre de las mil caras, una película (que se estrena el 23 de septiembre) que cuando aparece el curtido rostro de Fernández el espectador ya no tiene otra dirección hacía dónde mirar. Está atrapado.
“Ha sido muy duro. Muy, muy duro. Pero creíamos que era lo mejor para los dos”, se sincera sobre su separación, y acto seguido da una intensa calada a un cigarrillo
“El día que tenga un gran amor le preguntaré qué tipo de masculinidad proyecto”. Responde Eduard Fernández cuando se le inquiere sobre qué tipo de hombre se considera, con qué definición de masculinidad se siente más cómodo. Antes de que aparezca ese gran amor que llene de nuevo la vida sentimental de este barcelonés de 1964 y le diseccione como hombre, quizá podamos sacar, a vuela pluma, algunas conclusiones. Eso sí, epidérmicas: Eduard lleva la camisa abierta hasta casi el pecho, fuma aspirando con pasión/obsesión, no tiene mucha pinta de pisar un gimnasio y se afeita todos los días (“para mí”) aunque no vaya a pisar la calle.
Tiene una mirada seductora que se balancea entre la pillería y la intelectualidad. Esa misma que en su nueva película llena la pantalla. Ojos que solo ven dinero corrupto y contienen humo, mucho humo. Es lo que pasa en El hombre de las mil caras, dirigida por Alberto Rodríguez, su regreso después del exitazo de La isla mínima. La cinta transcurre entre los años ochenta y noventa.
Cuenta la intrincada historia del enigmático espía español Francisco Paesa. Concretamente, el episodio que vivió junto a Luis Roldán. El lector mayor de 40 años se acordará: ese director de la Guardia Civil acusado (y después encarcelado) por corrupción que se fugó y ayudó a que toda una generación supiera dónde estaba Laos, país en el que supuestamente fue capturado aunque jamás puso los pies en él.
Aquello tuvo a España perpleja, pegada a las noticias. Toda una aventura asesorada y manipulada por el turbio Paesa. Que no se asusten los más jóvenes: la película funciona como un hipnótico thriller. Su visionado se puede incluso acompañar de un buen cubo de palomitas. “Lo que pasó en aquella España y lo que ha ocurrido en los últimos tiempos está relacionado. Fue el principio de la corrupción en democracia. En la película ya se habla del offshore. De hecho, hace poco se publicó que Paesa tenía una cuenta en Panamá”, cuenta el actor.
Fernández es el protagonista absoluto al dar vida al espía. Para documentarse incluso intentó contactar con él, pero sigue siendo escurridizo. “Me encantaría conocerle, pero no se sabe dónde está, ni siquiera si está vivo. Debe de tener ya unos 80 años y se cree que vive en París [después de esta entrevista se ha sabido que Paesa sigue vivo, gracias a una entrevista en Vanity Fair]”, explica.
El actor afirma que el actual sistema lo han creado paesas y que es un plan bien diseñado. “Es una anestesia que nos están dando muy calculada y pensada. Es una teoría que tengo yo. Lo hacen para que nada te influya. Es tanta la información (o la supuesta información) sobre corrupción que ya no te sorprende ni te afecta”.
En algún sentido he tenido que retroceder. Veo a una chica por la calle y pienso: ‘Ay, qué guapa’. Se vuelve y compruebo que es veinteañera, como mi hija. Entonces doy un pasito atrás y pienso: ‘Qué bonita es… la juventud
Y se detiene en un caso: “Hoy he escuchado a Bertín [Osborne] que decía que ha hecho lo que harían todos los españoles [al presentador se le ha relacionado con las cuentas en Panamá]. No, no. Eso de que ‘todos somos así’ no es verdad. La mayoría somos honestos. Yo pago una pasta a Hacienda. Y me parece bien. Ahora, a ver qué coño hacen con mi dinero. Que lo gasten bien y que no roben”.
Sin salir del encrespado clima político, Fernández cuenta una anécdota: “Mi hija, que tiene 21 años, está en Londres y me llamó después de conocer el último resultado de las elecciones. Me dijo: ‘Papá, ¿qué ha pasado? Qué tristeza’. No supe qué decirle. Lo grave es que la corrupción no penaliza, suma. ¿Dónde están los valores que le he intentado transmitir a ella? Espero que en casa, porque fuera no”.
Está convencido de que el referéndum sobre la posible independencia de Cataluña es inevitable. “Soy catalán de izquierdas, pero no soy independentista. Y por los mismos motivos que otros lo son: emocionales y económicos. Emocionales porque Madrid es mi segunda ciudad, tengo grandes amigos allí y la quiero profundamente. Económicos, porque si Cataluña se separase, el resto de España le daría un poco la espalda”. De padres catalanes, Fernández pasaba los veranos en Barbadillo del Mercado, Burgos, cuna de Castilla y el pueblo de su abuelo, de donde es hoy hijo predilecto. “No tengo un apellido catalán ni pa’ dios: Fernández, Serrano, Bautista, Cámara, Martínez, Panero…”, relata.
Hoy he escuchado a Bertín [Osborne] que decía que ha hecho lo que harían todos los españoles [al presentador se le ha relacionado con las cuentas en Panamá]. No, no. Eso de que ‘todos somos así’ no es verdad. La mayoría somos honestos
Mucho después de aquellos meses de agosto en Burgos, Fernández comenzó su carrera interpretativa como mimo y payaso. Eran los años ochenta, curiosamente cuando transcurre El hombre de las mil caras. Melena hasta el hombro, libros de Bukowski, música punk. Los antisistema antes de que la derecha les señalase como el mismísimo demonio. Era parte de un dúo a lo Faemino y Cansado, con momentos surrealistas, otros provocadores, y pullitas a todo lo que representase el poder.
“Éramos muy transgresores para según qué lugares. De repente uno se ponía a mear en un orinal. Claro, a veces actuábamos en bares, la gente estaba tomándose una caña y no les hacían mucha gracia nuestros numeritos”, cuenta. Curtido en escenarios alternativos de teatro, en 1999 le llegó la oportunidad de subir a otro nivel. Fue con la película Los lobos de Washington, de Manuel Barroso. Y la aprovechó. A partir de ahí, una película con él de secundario tenía un plus.
“A los 16 años me gustaban los toros”, dice, de repente. ¿Perdón? Continúe, continúe: “Isabel Coixet dijo una vez que le parecían un horror los trajes de torero. A mí me parecen preciosos. Son trajes casi de mujer puestos en un tío muy masculino que va a enfrentarse a una bestia. Y cuando oyes al toro salir a la plaza dices: ‘Hostia, esto va en serio’. Me parece un acto bellísimo, de una teatralización apabullante. Y que, además, es una tortura pública y una barbaridad. No sé con cuál de los dos extremos quedarme. Vivo con esa contradicción”.
Soy catalán de izquierdas, pero no soy independentista. Y por los mismos motivos que otros lo son: emocionales y económicos
Con 52 años afronta una etapa esperanzadora. Tiene cartel para elegir los proyectos que más le motivan. “Ahora quiero hacer televisión. Una buena serie”, señala. Además, vive desde la distancia el despuntar de la carrera como intérprete de su hija, Greta. “Está haciendo una serie en Londres. Hace castings por un tubo. Es muy inteligente. Y tiene una belleza muy particular”, dice mientras saca el móvil y empieza a enseñar fotos de ella.
Sin olvidar que se enfrenta a una segunda juventud con esta soltería tardía. “Claro, ahora tengo más experiencia. Es una segunda juventud, pero tranquila. En algún sentido he tenido que retroceder. Veo a una chica por la calle y pienso: ‘Ay, qué guapa’. Se vuelve y veo que es veinteañera, como mi hija. Entonces doy un pasito atrás y pienso: ‘Qué bonita es…la juventud’. Tiene la edad de mi hija y ya sólo es para admirar. Esas son líneas rojas”, sonríe.
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