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El armario de la musa de Proust

Otto / Galliera / Roger-Viollet
Andrea Aguilar

COMO UN día nublado o la luz del atardecer, los modelos que lucía Madame de Guermantes en En busca del tiempo perdido creaban una particular atmósfera a su alrededor, parecían algo dado, irremediable, algo que no podía ser de otra manera. La descripción certera y conmovedora de este estilo, que rebasaba esa misma categoría creando una naturalidad que hacía olvidar el artificio, surge una y otra vez en la novela: “Aquellas toilettes no eran una decoración cualquiera, sustituible a voluntad, sino una realidad dada y poética como la del tiempo que hace, como la luz especial a cierta hora”.

Detrás de esas páginas estaba la pluma de Marcel Proust, y dentro de aquellos modelos, el cuerpo de Élisabeth de Caraman-Chimay (1860-1952), la legendaria condesa de Greffulhe que inspiró el personaje de ficción. Su fino talle, pelirroja caballera y mirada azulada marcaron época, pero fue su particular forma de vestir lo que realmente fascinó a sus coetáneos. La segunda de seis hermanos, sobrina del poeta simbolista, y notable dandi, Robert de Montesquiou (uno de sus fans más entregados), se casó a los 18 años con el acaudalado conde Henry Greffulhe y repartió su tiempo entre el château de ­Bois-Boudran, una villa en Dieppe y su casa parisiense en Rue d’Astorg, donde tenía organizado un conocido salón. Más que fashionista avant la lettre, Greffulhe fue una musa que ­inspiró a pintores y a escritores, y provocó modernas disquisiciones sobre el arte de la moda.

Lograba dotar de ligereza a la ropa, causar sorpresa, por ejemplo atando un largo collar de perlas con un lazo y Dejándolo caer por la espalda.

Vivió el fin del Segundo Imperio napoleónico, dos guerras mundiales, la belle époque y los locos años veinte. Siempre, parece ser, impecablemente vestida, o al menos sus tropiezos no quedaron registrados. Mecenas musical, fundó una sociedad para recaudar fondos para la producción de obras de Wagner en París, de los ballets rusos de Diáguilev, de las piezas de Isadora Duncan, y apoyó con decisión desde la causa de Dreyfuss hasta las investigaciones científicas del matrimonio Curie. Con su interpretación y, a menudo dramática, puesta en escena de los trajes de Worth, de Fortuny, de Babani, de Nina Ricci o de Lanvin, creó todo un mundo fantástico. Aquello fue de alguna manera “la novela que nunca escribió, el cuadro que nunca pintó”, apunta Olivier Saillard, comisario de La Mode Retrouvée y director del Palais Galliera de París, institución depositaria del guardarropa de la condesa donde se montó esta muestra la pasada primavera, y que se inaugura este mes en Nueva York en el Fashion Institute of Technology.

Marcel Proust conoció a la condesa que inspiró al personaje de Madame de Guermantes en 1894.

Greffulhe era plenamente consciente del efecto que su presencia causaba: “No creo que haya en el mundo un goce comparable al de una mujer que se siente el centro de todas las miradas”, escribió. Guiada por este credo, preparaba con esmero sus apariciones públicas y desapariciones. No cedía protagonismo ni siquiera a su única hija el día de su boda: “Madame Greffulhe llegó a lo más alto de la escalinata y logró permanecer allí un cuarto de hora a la vista de todo el mundo”, relataba un cronista en 1904. Aquel vestido “bizantino” bellamente brocado, con destellos nacarados y corte belle époque es uno de los 25 que, acompañados de fotografías, dibujos y un surtido de complementos entre los que se encuentran unos legendarios zapatos de terciopelo rojo, componen la versión itinerante de la exposición, a la que se añaden una serie de diseños actuales de Rick Owens inspirados en la musa de Proust.

La condesa no seguía estrictamente los dictados de la moda, imponía su propio estilo. Ahí está su preferencia por el verde, uno de sus colores fetiche, que resaltaba el rojizo de su cabellera, o por los lirios, como los que aparecían bordados en uno de sus vestidos más emblemáticos, realizado en el taller de Jean-Philippe Worth, heredero de la primera casa de alta costura que montó su padre.

La condesa con el vestido de los lírios fotografiada en 1896pulsa en la fotoLa condesa con el vestido de los lírios fotografiada en 1896

Sin embargo, no era ajena a su tiempo, como demuestran los quimonos, los detalles orientalizantes que van entrando en su guardarropa y los cortes al bies que dejan atrás el tono decimonónico más armado y pesado. Ella lograba dotar de ligereza a la ropa, causar sorpresa, por ejemplo con su particular uso de los collares largos de perlas que se ataba con un lazo y dejaba caer por su espalda hasta la cintura.

“Original en todas las cosas, un punto de excentricidad marca a veces sus arreglos, sus maneras, sus ideas. Sus modelos, inventados por ella o para ella, no se parecen a ningún otro”, apuntaba un periodista sobre la condesa en 1882. Si no sus trajes, desde luego su historia, recogida en la biografía de Laure Hillerin en 2014, mantiene intacto el allure de la dama que supo encarnar el poliédrico y misterioso poder de la elegancia.

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Sobre la firma

Andrea Aguilar
Es periodista cultural. Licenciada en Historia y Políticas por la Universidad de Kent, fue becada por el Graduate School of Journalism de la Universidad de Columbia en Nueva York. Su trabajo, con un foco especial en el mundo literario, también ha aparecido en revistas como The Paris Review o The Reading Room Journal.

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