La carne y el acero
TROPECÉ con esta fotografía en las páginas de Motor del periódico, en las que nunca me detengo, y permanecí un rato observándola, sin saber por qué. Contra lo que es habitual, carecía de firma, por lo que pensé que quizá se trataba de un montaje llevado a cabo en la agencia de publicidad de la marca. En efecto, el automóvil y el paisaje no terminaban de encajar, como si aquel hubiera sido incrustado en este para provocar la sensación de libertad que nos venden los fabricantes de vehículos de lujo, especialmente si son descapotables. La naturaleza, a fuerza de insistir, ha acabado combinando bien con la chapa, del mismo modo que la carne, gracias al piercing, combina bien con el acero.
El caso es que apliqué la lupa a los retrovisores sin descubrir nada porque lo que aquí importa no es lo que sucede detrás, sino lo que se aprecia delante; no de dónde venimos, sino hacia dónde vamos. Y vamos hacia la libertad de las montañas. He dicho “vamos” por decir, pero ¿quién va realmente? Ahí es donde comencé a preguntarme quién ocupaba el asiento del conductor y quién el del copiloto, cuyas nucas permanecen ocultas detrás de los reposacabezas. Medité un rato y me dije, medio en broma, medio en serio: un obispo y una monja. Pensaba en uno de esos obispos que viven en áticos de 500 metros cuadrados con vistas a la cúpula de San Pedro. Llevé la foto al taller de escritura, para que los alumnos especularan también sobre los ocupantes, y la mayoría apostó por un hombre maduro y una chica joven. La respuesta sirvió para que diéramos una clase acerca de los clichés mentales.
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