Demasiado amor
A DÓNDE vas?
Por un instante, la voz de su madre suena como la de una mujer joven, como si el ruido liviano, casi imperceptible, del pañuelo que acaba de anudarse alrededor del cuello pudiera devolver a un cuerpo decrépito, confinado en una cama desde hace años, una energía que no le pertenece.
–Ya ha llegado Teresa, mamá, ha entrado a darte un beso, ¿no te acuerdas?
Regresa al dormitorio de la enferma, que parecía dormir profundamente hace sólo un instante, se acerca a su cama y habla en un susurro, para que su hermana no pueda escuchar la conversación que se avecina.
–Yo me tengo que ir a casa, ya son…
Levanta la mano e inclina la cabeza para consultar su reloj, pero ni siquiera llega a ver la hora. El desconsuelo de la anciana, que lloriquea como una niña pequeña y desvalida mientras aferra su mano izquierda como si fuera el único madero que flota en el mar de los naufragios, no se lo consiente.
–Teresa no… No quiero a Teresa, que se vaya. Te quiero a ti. Quédate tú, hija. Hija mía, tú, tú…
El desconsuelo de la anciana, que lloriquea como una niña pequeña, no se lo consiente.
Teresa también es tu hija, está a punto de replicar, y no sólo eso. Siempre ha sido la mejor de las dos, mucho más buena que yo, más cariñosa, más responsable, y dócil, y obediente, y estudiosa… Está a punto de decirlo, pero no lo hace, porque la anciana que implora desde la cama sigue siendo y ya no es su madre. Si no se hubiera perdido en un pantano impenetrable, de brumas turbias, la recordaría tal y como fue durante demasiados años, brusca, incluso violenta, desaprensiva, rebelde, egoísta, desobediente, insensible, mentirosa, aficionada contumaz a todo cuanto podía perjudicarla, fiel a una sola fe, cuanto peor, mejor. En aquella época, ella era y no era ella misma, pero también tardó demasiado tiempo en encontrar la salida a su propio pantano, en escupir, uno por uno, los demonios que la poseían, en comprender que nadie, y menos su familia, merecía el sufrimiento que su simple existencia representaba para todos ellos. También para Teresa, que la tapaba, que la protegía, que se vestía y cogía el coche para rescatarla de madrugada en antros inmundos donde jamás habría entrado por su propio pie. Teresa, que sacaba a sus padres el dinero necesario para pagar las deudas de su hermana pequeña, que falsificaba la letra de él para firmar los justificantes precisos para que no la echaran del instituto, que reponía con su propia paga los billetes que faltaban en el monedero de ella. Teresa, que ahora lo está escuchando todo desde la puerta, apretando los dientes para no llorar, y que sabe lo que le espera, lo que va a pasar, lo que pasa todas las noches desde hace, también, demasiado tiempo.
–No te preocupes –le dice ahora desde el umbral–. Quédate un rato, hasta que se duerma.
Mientras escucha los pasos de Teresa alejándose por el pasillo, se descalza, se tumba en la cama, calcula que esta noche tampoco verá despierta a su hija y recuerda una vieja advertencia, palabras vigorosas, enérgicas, de la mujer que ha desembocado en esta anciana que la abraza ahora con las fuerzas que le quedan para que no se escape. Algún día, aunque no lo creas, la vida te cobrará todo esto, le dijo su madre aquella vez. Y ese día te acordarás de lo que te estoy diciendo.
Pero Teresa no, piensa ella una vez más, Teresa no tiene por qué seguir pagando mis deudas.
Pero Teresa no, piensa ella una vez más, Teresa no tiene por qué seguir pagando mis deudas, sufriendo por mí. Hasta que de repente comprende que su castigo es precisamente ese, sentirse culpable durante el resto de su vida por haber recibido un amor inmerecido, un cariño injusto, tan insensible, y arbitrario, y egoísta como ella misma fue una vez. Cuando su madre muera, Teresa estará en paz consigo misma. Ella jamás lo conseguirá.
Al cabo de media hora, después de haber dormido a su madre con canciones, meciéndola como a una niña pequeña, se levanta de la cama sin hacer ruido, sale del dormitorio con los zapatos en la mano, encuentra a su hermana sentada en el salón frente a la televisión encendida.
–Lo siento mucho, Teresa.
–¿Tú? –sonríe, se levanta, va hacia ella–. ¿Qué vas a sentir tú? –y la abraza–. No es culpa de nadie, tú no te preocupes, no seas tonta.
Le devuelve los abrazos, los besos, cierra la puerta, sale a la calle.
Su culpa la acompaña. Nunca la abandonará.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.