Los humanos siempre hemos querido volar como pájaros: tal vez lo consigamos
Extracto de 'La utopía da miedo', del especialista en tecnología y cultura Nicholas Carr
En 2008, Samuel O. Poore, cirujano plástico y profesor en la facultad de medicina de la Universidad de Wisconsin, publicó en la revista Journal of Hand Surgery un artículo titulado La base morfológica de la transición brazo-ala” Basándose en pruebas evolutivas y anatómicas, planteaba un método factible para emplear técnicas modernas de cirugía reconstructiva, como la fusión ósea y los injertos de piel y músculo, para “fabricar alas humanas a partir de brazos humanos”. Aunque las alas, calculaba el médico, no serían capaces de generar la capacidad de carga necesaria para elevar a una persona del suelo, sí podrían no obstante hacer “de rasgos cosméticos que simulasen, por ejemplo, las alas no funcionales de aves no voladoras”.
Leonardo da Vinci esbozó planos de máquinas voladoras con alas movidas por humanos, a las que llamó ornitópteros
Siempre hemos envidiado las alas de los pájaros. Desde los ángeles a los superhéroes, los híbridos ave-humano han sido elementos habituales de los mitos, las leyendas y las artes. En el siglo IX, el célebre inventor andalusí Abbás ibn Firnás construyó un par de alas con madera y seda, se las colocó a la espalda, se cubrió el resto del cuerpo de plumas, y saltó desde un promontorio. Evitó el destino de su precursor Ícaro, pero un testigo relató que “al posarse… se lastimó mucho la espalda”. Leonardo da Vinci esbozó cientos de planos de máquinas voladoras con alas movidas por humanos, a las que llamó ornitópteros. La capa dentada de Batman se cierne sobre la cultura popular. Birdman ganó el Oscar a la mejor película en 2015. “Red Bull te da alas”, prometen los anuncios de esa bebida energética.
Poore consideraba su artículo un experimento mental, y lo concluía con una admonición: “Los humanos deberían seguir siendo humanos, mantenerse en el suelo reflexionando y estudiando las complejidades del vuelo, y dejar que las aves sean aves y los ángeles sean ángeles”.
No todo el mundo compartía su cautela. Los defensores de una mejora radical de los humanos, o transhumanismo, hallaron inspiración en el artículo. Uno de ellos, que escribe en un popular blog transhumanista, insinuaba que quizá pronto sería posible diseñar alas humanas funcionales mediante una combinación de técnicas quirúrgicas, músculos sintéticos y modificaciones genéticas. “Muchos humanos han deseado volar”, escribía el bloguero. “No hay nada moralmente reprochable en cumplir ese deseo”. El artículo recibió más de 700 comentarios. “¡¡¡¡¡QUIERO ALAAAAAAS!!!!!”, decía uno de los más comunes. “Que yo recuerde, toda mi vida he deseado sentir el viento en mis plumas”, decía otro.
La capacidad de los seres humanos para alterarse a sí mismos podría ampliarse en las próximas décadas
Si ser transhumano es emplear la tecnología para transformar el cuerpo de una persona respecto a su estado natural, entonces todos somos transhumanos. Pero la capacidad de los seres humanos para alterarse y aumentarse a sí mismos podría ampliarse enormemente en las próximas décadas, gracias a la convergencia de avances científicos y técnicos en áreas como la robótica, la bioelectrónica, la ingeniería genética y la farmacología. El progreso en el campo conocido en general como biotecnología promete hacernos más fuertes, más inteligentes y más atléticos, con sentidos más agudos, y una mente y un cuerpo más capaces. Y los científicos pueden ya utilizar la debatida herramienta de variación genética CRISPR, derivada de sistemas inmunes bacterianos, para rescribir el código genético con mayor velocidad y precisión, y a un coste mucho menor, de lo que antes era posible. En términos sencillos, el CRISPR localiza una secuencia de ADN de un gen, utiliza una enzima bacteriana para cortarla, y después coloca en su lugar una nueva secuencia. El material genético insertado no tiene por qué proceder de la misma especie. Los científicos pueden mezclar y adaptar fragmentos de ADN de diferentes especies, creando quimeras reales.
Ya en 1923, el biólogo inglés J. B. S. Haldane pronunció ante la Heretics Society de Cambridge una conferencia acerca de la forma en la que la ciencia modelaría a la humanidad en el futuro. “Ya podemos en gran medida alterar especies animales”, señalaba, “y parece solo cuestión de tiempo que seamos capaces de aplicarle los mismos principios a la nuestra”. Haldane estaba seguro de que la sociedad trasladaría al científico y al tecnólogo la definición de los límites de la especie humana. “El trabajador científico del futuro”, concluía, “se parecerá cada vez más a la solitaria figura de Dédalo al adquirir conciencia de su abominable misión, y enorgullecerse de ella”.
La ventaja suprema del transhumanismo, sostiene Nick Bostrom, catedrático de filosofía en la Universidad de Oxford, y uno de los principales defensores de la mejora radical de los humanos, es que amplía el ‘potencial humano’, dando a los individuos mayor libertad “para modelarse a sí mismos y su propia vida de acuerdo con sus deseos informados”. El transhumanismo nos desencadena de nuestra naturaleza. Los críticos adoptan un punto de vista más negativo, dando a entender que los arreglos biológicos y genéticos equivalen más a degradar e incluso destruir a la especie humana que a elevarla.
El debate ético es profundo, pero parece destinado a convertirse en una atracción secundaria. La ciudadanía no va a abordar el transhumanismo como una grandiosa cuestión moral sino como un conjunto de productos y servicios, cada uno de los cuales ofrece sus propias posibilidades de autoexpresión y autodefinición. Todo aquello que cada persona sienta que falta en sí misma o en su vida – el poder de volar con alas, tal vez– lo intentará adquirir por cualquier medio posible.
Los críticos sostienen que los arreglos biológicos y genéticos equivalen a degradar y destruir la especie humana
Además de fabricantes de herramientas, somos fabricantes de mitos, y la biotecnología promete devolvernos a una existencia más mítica, a medida que desplegamos nuestras nuevas herramientas en un esfuerzo por convertir nuestros yos soñados en algo más concreto.
“¡Quiero volar!”, grita Ícaro en el laberinto. “Y volarás”, contesta Dédalo, su padre, el inventor. Es un viejo relato, pero seguimos en él, interpretando nuestro papel.
Antes de anochecer, una fría tarde de sábado de la primavera de 2015, el escalador Dean Potter trepó con su novia Jen Rapp y su amigo Graham Hunt desde un área de aparcamiento junto a la carretera de Glacier Point hasta el borde de Taft Point, unos 920 metros sobre el río Merced, en el valle Yosemite. Potter y Hunt pensaban realizar un salto “BASE”, acrónimo en inglés que hace referencia al salto desde un punto fijo, ya sea edificio (building), torre (antena), puente (span) o risco (Earth). Saltarían desde un saliente cercano a la punta y planearían con sus trajes aéreos casi medio kilómetro por encima del valle antes de atravesar una quebrada en una cadena de montes cercana a un afloramiento rocoso llamado Lost Brother. Entonces abrirían los paracaídas y aterrizarían en un claro en el fondo del valle. Rapp se encargaría de fotografiarlos.
El salto BASE, uno de los más extremos de los deportes extremos, está prohibido en los parques nacionales. Pero Hunt y Potter eran temerarios convencidos y no les importaban demasiado las normas. Llevaban años saltando desde los acantilados y los picos del Yosemite, incluido el Half Dome, y habían saltado con traje aéreo desde Taft Point varias veces, juntos y por separado. El plan trazado para esa velada era peligroso –la quebrada era estrecha, los vientos en contra– , pero confiaban en su destreza y en su equipo. Potter tenía el récord registrado de vuelo con traje aéreo, con una marca de casi 7,5 kilómetros en un salto efectuado en 2011 desde el Eiger, en Suiza, y había protagonizado un documental de National Geographic titulado The Man Who Can Fly. Y Hunt también era considerado uno de los principales saltadores del mundo.
El primer saltador con traje aéreo, si no contamos a Abbás ibn Firnás, fue Franz Reichelt, un sastre nacido en Viena y dueño de una sastrería en París. Diseñó y cosió su propio “traje paracaídas”, como denominó a su prenda alada. Lo probó saltando de la torre Eiffel el 4 de febrero de 1912. El traje no aguantó y Reichelt falleció en la caída. Transcurrieron más de 80 años antes de que una empresa finlandesa llamada BirdMan International empezase a fabricar trajes aéreos fiables y a venderlos a paracaidistas de caída libre y saltadores BASE. Fabricados con nailon ligero y densamente tejido, los modernos trajes aéreos enfundan por completo el cuerpo del saltador, formando dos alas entre los brazos y el torso y otra entre las piernas. Al ampliar enormemente el área de superficie del cuerpo humano, los trajes crean suficiente capacidad de carga como para permitir que una persona planee hacia abajo varios minutos mientras controla la trayectoria con movimientos leves de los hombros, las caderas y las rodillas. Los saltadores alcanzan con frecuencia velocidades de 150 kilómetros por hora, lo que les da la estimulante sensación de estar verdaderamente volando.
Los saltadores alcanzan con frecuencia velocidades de 150 kilómetros por hora, lo que les da la sensación de estar volando
Potter y Hunt llegaron al punto de lanzamiento cercano a Taft Point alrededor de las siete y se enfundaron los trajes. Potter saltó primero, seguido rápidamente por Hunt, mientras Rapp tomaba fotos a unos metros de distancia. Los dos saltadores cayeron como piedras durante un par de segundos hasta que los trajes se llenaron de aire. Entonces, con los cuerpos flotando, planearon sobre el cielo de la montaña con las alas estiradas, como un par de aves gigantescas y de brillantes colores. “Parte de mí me dice que es una locura pensar que puedes hacer volar tu cuerpo humano”, había declarado Potter a The New York Times unos años antes. “Y la otra piensa que todos hemos soñado alguna vez que podemos volar. ¿Por qué no perseguir ese sueño? Tal vez te lleve a alguna otra tangente”.
Rapp siguió tomando fotos hasta que Potter y Hunt atravesaron la quebrada y se perdieron de vista. Le pareció oír algo, un par de topetazos, pero se dijo que probablemente habían sido los paracaídas al abrirse. Esperó el mensaje de texto confirmándole que habían aterrizado sin problemas. Pero no llegó. El teléfono permaneció en silencio. Los guardas del parque recuperaron los cadáveres al día siguiente.
Nicholas Carr es un especialista en tecnología y cultura. Su libro más reciente es La utopía da miedo (2016).
Este artículo se publicó primero en inglés en Aeon.
Traducción de News Clips.
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