Nigel Lamb, el acróbata de los cielos
ANTES DE que se le acabaran los dedos de las manos para contar su edad, ya presentía que su destino estaba escrito. Lo dibujaban las águilas que planeaban en círculos sobre su cabeza en las montañas de la región que lo vio nacer en Rodesia, la actual Zimbabue. Hijo de un piloto de la Real Fuerza Aérea Británica durante la II Guerra Mundial, Nigel Lamb siempre supo que surcaría los cielos como un pájaro.
Al final de esta temporada se jubilará con 60 años, culminando un sueño que lo llevó del Ejército en su juventud a la aviación acrobática, una disciplina en la que en 2014 se coronó campeón de la Red Bull Air Race, una exigente carrera de obstáculos contrarreloj. A bordo de monoplazas ligeros, y en un despliegue de pericia y precisión, sus participantes se juegan la vida en vuelos rasantes, atravesando a altísimas velocidades puertas marcadas por inmensos conos en entornos espectaculares, como el golfo Pérsico y el circuito de Indianápolis, en EE UU.
En un fin de semana veraniego deslavazado por una lluvia copiosa, la cuarta de las ocho pruebas de la competición de este año se celebra en la capital húngara, sobre el curso de un Danubio gris. Dos horas antes de la cita, enfundado en el brillante mono negro del equipo Breitling, este hombre de aspecto duro, palabra fácil y sonrisa franca no deja transpirar ni una gota de inquietud. “He volado en Budapest muchas veces y creo que es una pista muy, muy difícil”, confiesa. “Incluso con el viento del norte, que ayuda, es increíblemente complicado no cometer una falta [desde tocar un pivote hasta volar demasiado alto o en un mal ángulo]. Pero, como siempre, si veo que hay algún problema, si parece peligroso, en una fracción de segundo me puedo ir al aire, donde no hay árboles, ni personas, ni coches”.
Fascinado por el batir de alas de aquellas águilas, a los 11 años Lamb escribió una carta al Ejército rodesiano solicitando su ingreso. “Como no teníamos dinero, era la única manera de volar”. Por entonces apenas había visto un avión, mucho menos montado en uno. Pero le removía “una pasión ardiente”. Con la mayoría de edad, se unió a los militares y pilotó aviones y helicópteros hasta dar el giro a la acrobacia. Fue hace 35 años, cuando se asentó en Inglaterra. “Al casarnos, en 1984, le prometí a mi mujer que lo dejaría si veía que perdía esa pasión”, recuerda. “Ahora mismo la tengo, pero puedo ver su fin. He hecho tantas cosas… que puedo imaginar que dentro de un par de años, a mitad de temporada, me estaría preguntando: ‘¿Por qué estoy aquí?’. Por eso prefiero retirarme antes”.
Afuera, un público cada vez más abundante aguarda con expectación. En el techo de una de las salas del barco desde donde siguen la competición familiares y amigos de algunos de los aviadores, un muñeco de trapo cuelga de una cuerda. Es un teru teru bozu, un amuleto japonés para espantar la lluvia. Parece que funciona: casi en el último minuto, un vuelo de prueba certifica que la carrera puede celebrarse. El avión de Lamb se vislumbra entre montes cercanos. Quizá sea una de sus últimas hazañas aéreas. Queda sexto. “Voy a echar de menos esto, pero quiero hacer otras cosas. Escalar montañas, quizá navegar. Desde que dejé la escuela, todo lo que he hecho es volar y volar”.
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