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Él no es él ni es ella

Lupe de la Vallina
Martín Caparrós

ELLA ESTIRABA sus pasos de pantera por una calle del centro de Madrid: ella tenía las piernas largas finas de canela oscura, la falda hipotética, las nalgas bamboleadas, la espalda poderosa cruzada por las tiras de un top blanco. Ella tenía el pelo negro en cascada y recovecos. La pasé, para verla de frente: ella tenía su cintura de avispa, sus tetas de muestrario, sus aros grandes muy dorados, su nariz aguileña, sus ojos almendrados, su barba de dos semanas perfectamente recortada. Yo pensé, obvio en mí, en la función Transparent.

La deben haber visto y, si no, deberían verla. Una serie no se ve todos a una, como se suele ver una película o escuchar la canción del momento. Así que quizá no vieron todavía Transparent; yo acabo de verla.

Es una serie dirigida por una californiana de mediana edad, Jill Soloway, a la que todo le había salido medianamente mal hasta que empezó este proyecto, que le valió los Globo y los Emmy y los halagos de millones. En un mundo saturado, donde sólo Estados Unidos produce unas 500 series cada año, Transparent es distinta por tantas razones que no sirve detallarlas. En síntesis: cuenta la historia de una familia cuyo padre, al jubilarse, se convierte en señora –“moppa” o “mapá” lo llaman sus tres hijos–, pero, sobre todo, hurga en una de las marcas más fuertes de estos tiempos: la sexualidad cada vez más confusa, en su sentido estricto e irrestricto.

LOS HISTORIADORES QUE ESCRIBAN ESTE PRINCIPIO DE SIGLO DIRÁN QUE FUE EL MOMENTO EN QUE LOS SEXOS SE PUSIERON COMPLEJOS.

En unas décadas, los historiadores que escriban este principio de siglo dirán que fue el momento en que los sexos se pusieron complejos: en que los avances técnicos y los cambios culturales permitieron que muchos hombres y mujeres pudieran decidir si querían ser hombres o mujeres o algo más, algo que intentarían inventar. Tras décadas de pelea por el derecho a ser homosexual, las puertas quedaron entreabiertas para ser algosexual, para crearse.

El cuerpo propio se ha transformado, para muchos millones, en el centro de la experimentación y de la búsqueda. Es fascinante y puede ser, al mismo tiempo, descorazonador: suelo preguntarme si esta insistencia en elegir el cuerpo de uno como el lugar de los combates no es el reflejo de un desa­liento, la manera de resignarse a no dar esas peleas en el cuerpo de todos, el cuerpo social. O, a lo sumo, darlos en el común para tener el derecho a darlos en el propio.

Por ahora estas innovaciones buscan sus correlatos, sus relatos. En los idiomas, por ejemplo: la muletilla boba de tantos políticos que ya no saben decir con una palabra lo que antes sí, y no pueden evitar todas y todos cada vez que abren la boca. O, más actual: la búsqueda de un modo de llamar a los nuevos productos de la búsqueda.

La persona que caminaba por las calles de Madrid como pantera con su barba, ¿es él o ella? Jill Soloway le decía a The New Yorker: “Cuando éramos chicos solíamos pensar que todas las mujeres tenían vaginas y todos los hombres penes, pero ahora, por supuesto, sabemos que no es cierto”. Y proponía usar la tercera persona del plural para hablar de todos sin más precisiones: “Tengo que ir a buscarlos al aeropuerto”, dice que diría si debiera buscar a la pantera. No es necesariamente claro, pero la idea de que cada cual es más de uno también es un signo de los tiempos.

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