La poltrona intocable de Don Peppino
Oponerse a la Mafia no es tan fácil si el capo es tu vecino, tus hijos van a la escuela con los suyos y te cruzas en la panadería con sus matones. La Cosa Nostra en los pueblos de Sicilia no era, ni es, un ente abstracto, sino gente con nombre y apellidos que todo el mundo conoce o, lo que es peor, intuye. En muchas localidades, igual que en los barrios de Palermo, el mafioso del lugar siempre ha sido una figura tan reconocible como antaño el cura y el boticario. Tradicionalmente formaban –párroco incluido, y la Iglesia nunca ha hecho autocrítica de esto– esa burguesía caciquil que es la auténtica Mafia. “Facinerosos de clase media”, los calificó en 1876 Leopoldo Franchetti, diputado liberal que fue a explorar Sicilia tras la unidad de Italia, en uno de los primeros estudios sobre la Cosa Nostra. Sigue siendo una definición muy acertada, viendo que en las redadas siguen cayendo empresarios, abogados, médicos, políticos, los infiltrados de cuello blanco de los clanes.
El líder de la cosa nostra en caccamo tenía una butaca personal en el salón de plenos junto al alcalde, para dejar claro quién mandaba en el pueblo.
La Mafia rural es la más ardua de extirpar, y se ha ido consolidando el mito de que el único que lo consiguió fue Mussolini, que se podía permitir la mano dura y arramplar con todo. Es lo bueno de ser fascista. Es verdad que el Duce asestó un durísimo golpe a la organización, uno de los peores de su historia, con operaciones brutales y cientos de detenidos, pero es menos conocido que en realidad los clanes se fueron reconstruyendo e infestaron el régimen hasta las patas. Según la propaganda fascista, naturalmente, la Mafia ya no existía, el estado de cosas en el que mejor ha prosperado siempre. Luego, en la posguerra, emergió más fuerte que nunca y más cohesionada aún con las fuerzas vivas de cada villorrio, porque en la Guerra Fría era una gran aliada para mantener el orden social y político. Durante décadas, los comunistas fueron la única oposición a la Cosa Nostra, pues era la mano armada del poder que aplastaba al campesino. Pero en los pueblos los mataban como moscas: entre 1944 y 1966 la Mafia asesinó en Sicilia a 45 sindicalistas y políticos de izquierda.
¿Qué hacer? No había otra que echarle dos pelotas y mucho descaro. Como Vera Pegna, que en 1962, con 28 años, llegó a Caccamo como un marciano al volante de su Fiat Topolino matrícula de Ginebra. En este pueblo de 8.000 vecinos, incrustado en un peñón con castillo, el amo era Don Peppino Panzeca. La Democracia Cristiana gobernaba a sus órdenes y el Partido Comunista ni se atrevía a presentarse a las elecciones. Había que estar loco para eso. De hecho, al primero que lo intentó consiguieron meterlo en un manicomio. Al siguiente, Filippo Intili, le partieron en dos con un hacha en 1952. El partido mandó a aquella chica, nacida en Egipto, educada en Suiza, porque era una lanzada inconsciente, pero cuando llegó sus propios camaradas la desanimaron: “Aquí estás en la República de Caccamo. Don Peppino Panzeca es el capo de toda la Mafia, y su hermano, monseñor Teotista Panzeca, amigo del cardenal Ruffini, el verdadero cerebro. No hay nada que hacer”. Don Peppino, según contaría luego Pegna a la comisión anti-Mafia del Parlamento, “bautizaba a decenas de niños, decidía si un matrimonio se hacía o no, resolvía litigios, recomendaba a trabajadores que buscaban empleo”.
Don Peppino Panzeca es el capo de toda la Mafia, y su hermano, monseñor Teotista Panzeca,el verdadero cerebro. .
El cacique mafioso tenía incluso una butaca personal junto al alcalde en el salón de plenos, que nadie más tocaba, para que quedara claro quién mandaba allí. El poder paralelo, esa silla lateral, era el auténtico. También se sentaba enfrente de la puerta de la sede comunista para que nadie osara entrar. Así que un día que montaban un bafle en el balcón para un mitin, Vera Pegna se asomó con un micrófono: “¡Probando, probando, para Don Peppino! ¡Si se queda ahí sentado, entonces es verdad que es un mafioso, y entonces le pido que levante los ojos y sonría porque le quiero hacer una foto!”. Don Peppino se quedó de piedra y el pueblo aguantó la respiración como si se hubiera cometido un sacrilegio, pero no cayó ningún rayo divino sobre esa insolente. Ante la perspectiva de una foto –y no se le conoce ninguna–, el venerable capo optó por refugiarse en una carnicería. Salió por la puerta de atrás. En un segundo se acabó su aparente omnipotencia. La gente votó sin miedo y el PCI obtuvo cuatro concejales. El primer día de pleno, Vera entró y se sentó en la poltrona de Don Peppino. Le dijeron que no se podía, pero tras unos momentos de tensión lo solucionaron sacando la silla del salón. Y nunca más volvió. Don Peppino huyó al año siguiente porque la primera gran ofensiva contra la Mafia, tras el atentado de Ciaculli en 1963, le señaló como uno de los grandes capos de Sicilia.
Las cosas cambiaron en Caccamo, pero no tanto. El pueblo era mafioso hasta los cimientos y a partir de los ochenta fue un potente feudo de los Corleoneses. El juez Falcone lo denominó “la Suiza de la Cosa Nostra”. En 1998 fue asesinado Domenico Geraci en la puerta de su casa ante su hijo de 17 años. Perteneciente al sindicato católico UIL, era voz destacada contra la organización criminal y candidato a las elecciones municipales. En 2007 bautizaron el instituto del pueblo con el nombre de monseñor Teotista Panzeca, el cura mafioso hermano de Don Peppino. Una idea del alcalde de la derecha. En el consejo escolar alguien sugirió como alternativa el nombre de Geraci, ciudadano ejemplar y víctima de la Mafia, pero el hermano del viejo padrino se impuso por mayoría. Hubo protestas, artículos en la prensa nacional, se recordó que en su día el sacerdote ya fue fichado por los carabinieri, pero no pasó nada. Al final, Vera Pegna, con 80 años, tuvo que volver a la carga y escribir una carta denunciando el caso. El asesinato de Domenico Geraci está sin resolver y el instituto se sigue llamando igual. Es de la rama de ciencias humanas.
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