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Columna
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Esta maldita sociedad de enfermos

Rosa Montero

AÚN RESUENAN los ecos del escándalo creado por Gustavo Cordera, ese viejo rockero argentino de 54 años proveniente de una banda alternativa llamada Bersuit Vergarabat. Cordera, que va de moderno, soltó un roñoso pensamiento arcaico en una escuela de periodismo. Dijo: “Hay mujeres que necesitan ser violadas para tener sexo porque son histéricas y sienten culpa por no poder tener sexo libremente”. Luego ha intentado justificarse diciendo que se sacaron sus palabras de contexto. Pamemas. Lo que dijo es exactamente lo que dijo, y además añadió otras perlas estupendas. Por ejemplo, preguntado por las denuncias por abusos sexuales contra otros dos músicos, contestó: “Aldana hace mucho que coge con pendejas [menores], ¿ahora eso es abuso?”. Se refiere al también cantante argentino Cristian Aldana, a quien la Fiscalía acusa penalmente de seis casos de abuso sexual agravado y corrupción de menores. Qué criaturitas tan encantadoras estos buenos rockeros

Pero lo más terrible del asunto no es que hayamos dado por casualidad con unos descerebrados y feroces machistas, con las ovejas negras que toda sociedad tiene. No, lo peor es que no son ovejas negras, sino sucias, esto es, de un color parduzco de lo más común. Transcribo la frase atroz de Cordera sobre las violaciones y lo que me acongoja es pensar en cuántos hombres (y quizá algunas mujeres) sentirán que en el fondo no le falta razón. Y hablo de España en el siglo XXI y de los lectores de El País Semanal, no de los talibanes ni del Isis. Porque a lo que nos estamos enfrentando es a una enfermedad social. Nuestro mundo arrastra una honda, espantosa patología sexista que ningunea, tortura y sojuzga a las mujeres. Si no estuviera tan asentada en nuestro cerebelo la idea de que las mujeres no tienen voluntad propia, de que en el fondo están hechas para el placer del varón y de que el hombre es el dueño de sus cuerpos y de sus destinos, no sucederían hechos tan alucinantes como la presunta violación colectiva de los sanfermines o tantas otras agresiones sexuales semejantes. Veinteañeros aparentemente normales que, de pronto, parecen enloquecer y no sólo violan en masa a chicas jovencísimas, sino que además se sienten tan seguros y tranquilos ante lo que han hecho que incluso se graban llenos de jolgorio mientras las agreden.

Esa violencia real se asienta sobre la violencia mental y verbal de quienes opinan como Cordera. Y por desgracia estamos tan acostumbrados a escuchar semejante tipo de basuras (ya digo que esta sociedad perversa nos educa a hombres y a mujeres dentro del sexismo) que conviene darle la vuelta al argumento para apreciar bien su aberración. O sea, sería como decir que hay hombres que necesitan ser violados analmente porque el prejuicio machista les impide saber lo mucho que les gustaría ser atravesados por un varón. Puede que ese sea exactamente el caso de Cordera, miren por dónde. Puede que la violación de un gigante de dos metros le salve de sí mismo y de su histeria. A fin de cuentas, ¿qué sabe el rockero de sus propios deseos y de su cuerpo? Quien de verdad sabe lo que él necesita es su violador. En fin, le deseo amigablemente a Cordera que lo encuentre.

En 1993, la Asamblea General de la Onu firmó la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres. Pero 23 años después no hemos avanzado nada: una de cada tres mujeres que hay en el mundo sigue sufriendo violencia física o sexual. Ciento veinte millones de niñas (un poco más de 1 de cada 10) han sufrido un coito forzado, y 200 millones de niñas y mujeres han sido mutiladas en 30 países, la mayoría antes de los cinco años. Y debo añadir aquí algo muy importante: este NO ES UN PROBLEMA DE MUJERES. Es un asunto que nos atañe a todos, porque sin duda los varones también querrán librarse de esa marca infamante de verdugos y de violadores. Se trata de una patología colectiva, y va siendo hora de que los muchos hombres y muchas mujeres a los que nos espanta la situación actuemos de manera radical. O cambiamos la sociedad y la educación desde su misma base, o seguiremos viviendo en la enfermedad y en el delirio.

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