Querida Verónica
ESTOY SEGURA de que te acordás de mí. Imposible olvidar a quien te rompió la nariz en el baño del colegio a los siete años. Toda aquella pelea fue memorable. Me cerraste la puerta sobre el dedo anular de la mano izquierda, partiéndome la uña (¡dolió tanto!), y yo, furiosa, te estrellé la cara contra uno de los lavabos. Te pude haber matado, me digo hoy. Quería matarte.
Quizá no recuerdes el motivo de la pelea. Te lo refresco. Siempre te copiabas de mi tarea en clase. Yo era buena alumna y vos sabías que los resultados de mis cuentas y mis análisis sintácticos serían siempre los correctos, entonces te sentabas a mi lado y copiabas descaradamente. Yo no podía delatarte, apenas podía hablarte. Yo era una niña tímida y fea, mal peinada, con los dientes torcidos y sin gracia. Vos eras la reina de la clase y posiblemente de la escuela: Verónica Smirnov, de cabello oscuro y ojos azul eléctrico, con un moñito de seda verde sobre la camisa rosada, los zapatos lustrados, las medias blanquísimas; olías a la colonia de moda, Coqueterías, y a chicle de frambuesa. Cuando te copiaste toda entera, palabra por palabra, del examen de lengua, te lo permití. ¿Qué podía hacer? Pero cuando la maestra nos llamó a las dos, al día siguiente, tuve un momento de alegría: seguro que ella se había dado cuenta de que eras una copiona, y te pondría un cero y a mí un diez y por fin la clase se daría cuenta de que yo era la inteligente. No vos, vos y tus ojitos azul cielo de verano y tus hoyuelos. Me equivoqué. La maestra –tampoco puedo olvidarla aunque no recuerdo su nombre: alta, de pelo corto y el aliento con olor a mate– me acusó a mí de copiar. Y me puso un uno. Volví llorando a mi pupitre: me había humillado frente a toda la clase.
Ese día, en el recreo, nos peleamos y te rompí la nariz. Lo volvería a hacer.
¿Por qué te escribo? Porque, últimamente, pienso mucho en vos. Le cuento sobre nuestra pelea a mis amigos, a personas nuevas que conozco, a compañeros de trabajo. Te busco en Facebook y en Instagram. Googleo tu nombre. Y no te encuentro. ¿Estarás muerta? ¿Serás una de esas mujeres que adoptan el apellido de su marido cuando se casan y así de alguna manera desaparecen? Ojalá: así tendría otro motivo para despreciarte. ¿Será tu vida todo lo soñada que tu infancia prometía? ¿Te habrá quedado deforme la nariz?
Todavía te detesto, Verónica. Cada vez que me quedo sin dinero en la cuenta bancaria, pienso: “Seguro que esto no le pasa a Verónica Smirnov”. Cada vez que no te encuentro en una búsqueda online, pienso que seguramente te mudaste a Europa, a vivir en algún pueblo delicioso o en Praga; luego me acuerdo de que yo nunca quise emigrar, pero la verdad es que cuando te recuerdo sangrando en el baño, llorando con los ojos azules empañados, vuelvo a ser esa chica triste e insegura. Rememorarte me la trae de vuelta, a esa chica que fui. Toma posesión de mi corazón y hasta de mi cuerpo como si nunca se hubiese ido, y es tu culpa, Smirnov, es toda tu culpa que en esta mujer siga viviendo esa niña desolada. Y no te lo voy a perdonar nunca.
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