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Un inexplicable suicida zurdo

Marcello Paternostro (Reuters / Getty)
Íñigo Domínguez

EL CADÁVER de Attilio Manca, 34 años, un urólogo de Viterbo, cerca de Roma, apareció en su casa por sobredosis de heroína y tranquilizantes el 13 de febrero de 2004. Los jueces concluyeron que era un suicidio. Parecía claro, tenía dos pinchazos en el antebrazo izquierdo. Pero había una cosa rara que los investigadores no consideraron o prefirieron pasar por alto: Attilio Manca era zurdo. También bastaba preguntar a sus familiares y amigos para dudar de que fuera aficionado a las drogas, aunque los fiscales encontraron indicios contundentes: su madre comentó que en el instituto había fumado algún porro. De este estilo fue el proceso, que concluyó sin muchos miramientos que era un toxicómano al que se le había ido la mano. Aunque quizá demasiado, porque tenía el tabique nasal desviado de un fuerte golpe. Y presentaba marcas de violencia en muñecas y tobillos.

Manca no encajaba precisamente en el perfil del suicida que no le ve sentido a la vida. Tenía previsto irse a Bolivia con Médicos Sin Fronteras y luego a trabajar a un hospital en Estados Unidos. La familia, desesperada, no se lo explicaba, hasta que empezó a contemplar una explicación inimaginable, pero creíble, tratándose de lo que se trataba. Surgió cuando se supo que el gran capo de Cosa Nostra, Bernardo Provenzano, desaparecido desde hacía cuatro décadas, se había operado de la próstata en una clínica de Marsella en octubre de 2003, con identidad falsa. Los padres de Manca asociaron entonces dos hechos que podían dar sentido a la misteriosa muerte de su hijo: era uno de los especialistas italianos en operaciones de tumor de próstata con laparoscopia y, sobre todo, en octubre de 2003 se fue unos días a la Costa Azul francesa porque le habían llamado para examinar a un paciente, aunque no dio más detalles.

Provenzano se operó de la próstata en Marsella en 2003, y manca, urólogo, fue allí en esas fechas para examinar a un misterioso paciente.

Se puede añadir un último dato, que Manca era de origen siciliano, de Barcellona Pozzo di Gotto, provincia de Mesina. En Italia, y particularmente en Sicilia, no creen mucho en las casualidades. En la familia del fallecido había alguna oveja negra, un primo condenado en primer grado por tráfico de droga, luego absuelto, y sospechoso de tener relaciones con elementos mafiosos. Los clanes de esta localidad siciliana, de 40.000 habitantes, son muy peligrosos y aliados de los Corleoneses, la banda de Provenzano que se adueñó de Cosa Nostra en los ochenta y desafió al Estado en una guerra abierta en los noventa. De hecho, el capo dei capi se escondió en algunos periodos en esa zona, que también es uno de los grumos más espesos de Mafia, masonería y corrupción, pero tirar ahora de este hilo sería perderse sin remedio.

Si se agranda el encuadre de visión, y por tanto aumenta el vértigo, deben recordarse otros episodios oscuros que rodean la misteriosa vida fugitiva de Provenzano, dentro de la tesis de que una parte podrida de los servicios secretos italianos –podrida, pero muy activa– le protegió, en el marco de un presunto pacto entre Estado y Cosa Nostra. Se le habría garantizado la inmunidad a cambio de la entrega de su jefe, Totó Riina, arrestado en 1993, y la paz mafiosa, la famosa invisibilidad de la Mafia de los últimos 20 años. Una invisibilidad que solo se rompe cuando es necesario y, si puede ser, disimulando, sin que lo parezca y sin que la Mafia sea vista.

La condena de Manca habría sido esa: ver a la Mafia cara a cara. Era siciliano, y si tuvo delante a Provenzano, aunque entonces ni se sabía la cara que tenía, pudo intuir de quién se trataba. Cabía desde luego esa posibilidad, y para la Mafia la estadística es una ciencia que debe tender siempre a cero, por aplastamiento. Se hace que parezca un accidente. Llevado al extremo, en algunos de los graves atentados a trenes registrados en Italia se ha barajado si en la lista de pasajeros había algún objetivo mafioso, porque es factible que Cosa Nostra haga una masacre para ocultar el único homicidio que en realidad quería cometer, y que parezca casualidad. Por eso no se cree mucho en ellas. En el juego de espejos que es Italia, una casualidad es el lance más odioso y desconcertante, además de frecuente. También el más sofisticado, porque crear artificialmente el azar es el máximo refinamiento. Dicho esto, no mitifiquemos, la Mafia también hace chapuzas que, paradójicamente, pueden no contribuir al fin perseguido, pero en realidad terminan por aumentar la confusión, que es de lo que se trata.

El urólogo Attilio Manca, muerto en 2004 en extrañas circunstancias.

En la confusión, otro de los estados de ánimo públicos más comunes en Italia, colaboran a veces la policía y la justicia italiana. Rizando el rizo, en ocasiones involuntariamente, por incompetencia o dejadez, pero a veces también deliberadamente, por pura complicidad criminal. Es decir, es difícil averiguar el porqué, ambas hipótesis son verosímiles. Por decirlo de forma suave, no es que sean funcionarios y mecanismos impecables ante cuyos errores la única explicación plausible sea una decisión intencionada. Es más, los policías y magistrados impecables, que los hay, raramente se equivocan, son realmente impecables, heroicos, sobrehumanos. Por eso a muchos los suelen matar. En otros casos los matan dos veces, ensuciando su memoria con bulos para borrar el rastro mafioso. Que si era mujeriego, o corrupto o, incluso, en realidad, mafioso. O drogadicto, como Attilio Manca.

En el caso de Manca, tras la batalla solitaria de su familia, el juicio que lo ventiló como un suicidio terminó por fin en la comisión antimafia del Parlamento el año pasado. Casi nadie se creyó lo del suicidio, sino más bien que lo suicidaron, y algunos de sus miembros calificaron de vergonzosa la instrucción judicial, “incluso con un prejuicio negativo contra la víctima”. Un periodista, Lorenzo Balda, ha escrito un libro esclarecedor sobre el asunto. Son los ciudadanos los que todavía hoy en algunos casos tienen que ir por su cuenta en busca de la verdad en Italia. Hay dos investigaciones abiertas en Roma y Mesina. Es otra maldita historia de Mafia e inocentes. Por cierto, la operación de Provenzano en Marsella la pagó la sanidad pública de Sicilia. El capo les pasó la factura.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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