Iluminación
Esa es exactamente la función de algunos hombres remarcables, los creadores del mundo material
Cuando vi en este bendito diario la foto del revólver con el que se mató Van Gogh me pareció entender algo, aunque sólo duró un segundo. Trato ahora de reconstruirlo. El arma es un Lefaucheux relativamente pequeño (7 milímetros, según mi colega Isabel Ferrer) y la herrumbre tiene una tonalidad complementaria a la de la absenta. Es un objeto en verdad más próximo al animal que al mineral y en la foto vibran las inconfundibles pinceladas del holandés. Creo que creí entender que así como la pistola había ido tomando sus calidades formales y cromáticas bajo tierra hasta llegar a ser otra obra de Van Gogh, así también las pinturas de Van Gogh debían de haber estado enterradas entre cincuenta y ochenta años en un prado de Auvers-sur-Oise hasta alcanzar su ser, su materia verdadera. Entonces cayeron sobre ellas esos precios irreales que las arrancan del mundo de los vivos y las vuelven a enterrar.
Esa es exactamente la función de algunos hombres remarcables, los creadores del mundo material. Así, por ejemplo, Beethoven reveló el mundo que se avecinaba, nuestro mundo, una convulsión rítmica sacudida por la más inútil pasión y pequeñas frases repetidas mil veces con infinitos matices que nos enervan como los estupefacientes. Un mundo catastrófico y sin embargo durmiente. No de otro modo, imagino, desveló Rembrandt la dorada luz que detiene el instante previo a nuestra muerte, cuando miramos a nuestro alrededor y la tierra se extiende como un inmenso manto de oro hacia la oscuridad. O la tremenda revelación del mundo delirante, habitado por criminales, idiotas y bellas muchachas, que descubrió Goya y que llamamos “modernidad”. Ellos dan sentido a lo cerrado, mudo y ciego. Hacen que la tierra signifique y la materia sea espíritu.
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