Curvas en la casa de Donald Judd
Las célebres cajas metálicas de Donald Judd (1928-1994) son un clásico en las colecciones de arte contemporáneo. El escultor minimalista estudió filosofía y ejerció como crítico antes de romper con la tradición europea construyendo obras que evitan las referencias. Eso hacía en 1964, cuando vendió su primera caja. En 2013, Christie’s obtuvo cerca de 13 millones de euros por Sin título (DSS42).
Judd nació en la granja de sus abuelos, en Misuri. Llegó a tener tres casas y un puñado de edificios. El más conocido es la Fundación Chinati, en Marfa, la aldea texana en la que Liz Taylor y James Dean rodaron Gigante en 1955. La organización, que ocupa un antiguo campo de prisioneros alemanes y el hangar de una base militar, ha llegado a emplear a 60 personas de las 2.000 de un pueblo que presume de tienda de Prada.
A pesar de que desde mediados de los sesenta Judd defendió el arte más allá de la autoría material y no produjo sus piezas, sí se encargó de restaurar muchas de las estancias del museo. También del bloque del Soho neoyorquino donde, en 1968, se mudó con sus hijos y su mujer.
Para imaginar el Soho en aquella época, diga adiós al glamour chic que hoy lo inunda y conserva a partes iguales. En aquel barrio no vivía casi nadie. Judd compró por 60.000 dólares el edificio de hierro fundido que Nicholas Whyte diseñó en 1870. Luego dibujó las cinco plantas rectangulares casi vacías como una de las sucesiones de prismas que componen sus famosas pilas. Quería convivir con su trabajo y el de sus compañeros. Un frank stella en el comedor y neones de Dan Flavin en el dormitorio son testigos del arte permanentemente instalado que defendía.
No ha sido fácil restaurar este edificio. Primero, porque lo más importante no se ve: la luz que llega a las oficinas en la antigua bodega o las alarmas contra incendios que los arquitectos de Architecture Research Office han ocultado con mano de cirujano. El diario The Wall Street Journal reveló que los hijos de Judd y la directora de la Fundación Chinati –la alemana Marianne Stockebrand, que fue su pareja durante los últimos años– discutieron sobre la oportunidad de restaurar esta vivienda-taller y sobre las piezas que se tendrían que vender para sufragar la obra. Stockebrand no creía necesario recuperar la casa. Terminó por abandonar su puesto. Hoy, cuando se visita en grupos reducidos y con tiempo casi ilimitado, da la sensación de que Donald Judd acaba de salir. Todo está sencilla y bellamente ordenado.
La casa irradia vida a pesar de estar deshabitada. Las obras que Judd quería como instalaciones permanentes conviven con los cazos y con el famoso mobiliario rectilíneo que remite a sus esculturas y todavía se vende. Seguramente por eso, la mayor sorpresa no está en el rigor minimalista ni en la intimidad descubierta. Lo que más llama la atención es que las butacas en las que el artista y su familia se sentaban no son las suyas, sino las ergonómicas de Alvar Aalto. Los muebles de contrachapado del finlandés eran el asiento privado del escultor que firmó las cajas más famosas del planeta.
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