Señor
DESDE que nos vimos por primera y única vez han pasado más de 20 años, así que no sé si podrá leer esta carta. No sé si seguirá usted formando parte de los vivos. Ya era mayor por entonces, y no le diré que me alivia escribir que podría estar muerto porque nunca pensé en usted como un organismo dotado de identidad más allá de las expresiones y los rasgos que se me pegaron a la piel aquel día. Usted quedó impreso en una sucesión de imágenes que se proyectan solo para que yo las vea, y esa tira de celuloide no puede morir.
Como pasaría usted mucho por aquel lugar y como lo intentaría con decenas de mujeres más, no tendrá ni idea de quién soy. Si le digo que esa mañana fui a la estación a esperar al chico con el que salía y que estaba sentada en un banco de madera que rodeaba una de las columnas de la terminal, leyendo, a usted le dará igual porque las otras chicas, las otras destinatarias de sus atenciones, estarían haciendo algo parecido. Usted vería a una muchacha sola, se sentaría a su lado y murmuraría su oferta como para que nadie la oyera, sabiendo que ella sí la oiría. A mí me preguntó si me gustaba el oro y ahí llegó mi primera negativa. Volvió a preguntármelo y vi que era usted casi un anciano, con la piel curtida, una piel propia de esa tierra de pastores. Volví a decirle que no, pero como me enseñaron a respetar a mis mayores y como no quería parecer grosera ni prejuiciosa, sonreí y, en vez de levantarme, me quedé sentada donde estaba, haciendo que leía aunque ya era imposible leer. Para usted no sería más que una boba que no entendía lo irresistible de su propuesta, así que insistió. Podría forzarme, pero me estaba ofreciendo oro. Todo a cambio de un ratito en el baño. Se abrió la chaqueta y me mostró el surtido de piezas doradas que llevaba clavadas con alfileres en el forro marrón. Yo me tendría que haber ido entonces. Pero solo me hice a un lado sintiendo ya los latidos en el cuello, los nervios, y viendo cómo venía usted tras de mí y me ponía una mano en la cintura. Sería solo un momentito. Ahí al lado. Nadie sabría nada. Y yo tendría todo el oro que usted llevaba encima. Con el gustito que daba, sería una pena no aprovechar el tiempo. Con lo importante que era en la vida hacer aquello que le daba a usted tanto gustito.
Vinieron después sus miradas de desprecio y al segundo sus insultos. Nadie se detuvo. Nadie miró. Y cuando desapareció lo hizo solo físicamente porque para mí se quedó petrificado en la estación, repitiéndome que la culpa había sido mía por permitir que llegara tan lejos. Por haber sido tan pusilánime y tan complaciente.
En aquel instante solo fueron nervios. La repugnancia vino después. Y la indignación por haberle dejado profanar un espacio propio tocándome cuando yo no quería que lo hiciera. También me silenció. O quizá eso ya no lo hiciera usted. Le aparté yo a un lado queriendo pensar que no había sido nada, que a cualquiera le parecería un suceso banal. ¿Para qué contarlo?
¿Sabe que todavía hoy me pongo nerviosa al escribirle esto, señor?
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