El templo del caos
EL PASADO diciembre se inauguró en Llanera, a las afueras de Oviedo, el llamado Temple Kaos, la primera iglesia skate del planeta. Dichos así, los términos iglesia y skate tal vez resulten contradictorios, o descompensados, pero el grafitero cántabro Okuda se ha propuesto que los opuestos casen. Conocido por su estilo colorista (decoró, por ejemplo, la estación de metro Paco de Lucía de Madrid), necesitó de un crowdfunding (financiación colaborativa) y siete días para dotar de equilibrio –entre colores y líneas– las paredes, las vidrieras, el ábside, la bóveda y el campanario.
Me pongo en contacto con Ernesto Fernández Rey, que, aunque también suene raro, es el dueño de la iglesia. “Fue inaugurada el 1 de septiembre de 1917”, dice. “Formaba parte del complejo donde vivían los trabajadores de la antigua fábrica de explosivos Santa Bárbara. Tras la Guerra Civil quedó casi abandonada, funcionó de manera irregular y acabó desacralizada. Luego se derribó todo el complejo, menos la capilla, y mi familia la compró a la sociedad que gestionaba el polígono en 2007 con expectativas empresariales que se truncaron con la crisis. Hace unos años un grupo de fanáticos del skate decidimos hacer unas rampas y convertirlas en un skate park, abierto para quien quiera (basta con pedir hora por redes sociales). El grafitero y el patinador tienen mucho en común: los dos están obligados a aprovechar el espacio que encuentren”.
De camino a la cita con Okuda, lo primero que me viene a la cabeza es la capilla del Rosario, en Vence, proverbial rincón de la Provenza, compuesta con delicadas flores por Matisse. También pienso en las sutiles vidrieras de Pierre Soulages, en la abadía de Conques. Lo que me espera en Oviedo es, sobre todo, impactante. Un torrente de reflejos y colores estalla a la vista. El espacio, que se concibió como lugar religioso, ahora es un templo para otra disciplina de fieles practicantes. Los edificios se transforman con el paso del tiempo a medida que las personas los dotan de nuevos significados, los reutilizan, los agrandan o los derriban. Observo a los skaters en su territorio. Deslizándose por las rampas a gran velocidad, parece que vayan a chocar entre sí, pero logran evitarse en el último segundo. A veces se caen. Le Corbusier dijo que “una casa es el caparazón de un hombre, su prolongación, su liberación, su emanación espiritual”.
“Me siento Miguel Ángel”, me dice, medio en broma, medio en serio, Okuda. Cuando creo que me hablará de Basquiat, Banksy o Keith Haring, prosigue: “Para mí no hay artista como El Bosco, voy a menudo al Prado a ver El jardín de las delicias. Siento una gran conexión con él, para mí es un precursor del surrealismo”. “Estudiar Bellas Artes me ayudó mucho”, añade este joven artista, al que se relaciona con Magritte, Max Ernst o Murakami, “pero hay que crecer en paralelo a la Academia. Este es mi interior más especial porque supone el renacimiento de un espacio; de alguna manera el skate es una forma de vida que tiene que ver con la religión”.
Antes, los pintores renacentistas eran apadrinados por mecenas y reyes. Hoy, el mecenas se llama crowdfunding, y los reyes, sponsors. Dice el filósofo Josep Casals que todo haz tiene su envés, y que solo cuando el pasado se perfila con valor de reflexión se intensifica la virtud iluminadora del presente. Vuelvo a Madrid y acudo a la I am Gallery, donde expone Okuda. Óscar Sanz, uno de los galeristas, agitador cultural especializado en el emergente arte urbano, confiesa: “Nos tiemblan las piernas con la confrontación ideológica: tenemos la iglesia, que es el soporte clásico; tenemos el crowdfunding, la metáfora del arte para todos; y tenemos la marca, Okuda San Miguel. Y el romanticismo, claro”.
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