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Columna
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Querido perrito

EN PRIMER lugar, he de hacer una bochornosa confesión. ­Debido a mi escaso conocimiento del español, durante mucho tiempo he creído que las palabras “en la arena” significaban que te habías extraviado hasta aparecer en una corrida de toros y estabas contemplando desde la barrera el terrible ritual que se representaba ante tus ojos. Esto, pensaba, justificaba tu expresión, una mezcla de terror, consternación y desaliento: no podías entender por qué el toro, esa criatura tan espléndida y heroica, era torturado hasta la muerte, metódica y elaboradamente, por hombres que lucían extrañas vestimentas, el jefe de los cuales, ataviado con una llamativa chaqueta, pantalones imposiblemente apretados y sombrero peculiar, parecía un cruce de cura, bailarín y marioneta.

Dado que tu creador, un anciano hastiado con la crueldad y estupidez del mundo, no te dio un título, puede que esté en lo cierto al pensar que no te encuentras, como dicen la mayoría de los entendidos, atrapado en la arena, sino que estás viendo la corrida, que se aproxima lentamente a su miserable final entre el polvo empapado de sangre y las entrañas derramadas de los caballos con petos de los picadores. Espero que sea así y que no estés enterrado hasta el cuello en la arena, sin esperanza de escapatoria o rescate.

Pero, en cualquier caso, lo que se nos presenta en tu figura, con la maestría de un genio, es una imagen; no, es la quintaesencia de un tormento imposible de mitigar. Esto ya lo sabes.

Siempre que te veo –y trato de visitarte siempre que voy a Madrid– me acuerdo de un aforismo del gran filósofo alemán Friedrich Nietzsche. “Temo que los animales consideren al hombre”, escribió, “como un ser de su misma especie que ha perdido el sano intelecto del animal de la manera más peligrosa, que vean en él al animal irracional, al animal que ríe, al animal que llora, al animal infeliz”.

Al final de su vida, Nietzsche perdió su propia razón. Su derrumbe fue súbito y catastrófico: un día, en una calle de Turín, fue testigo de cómo un cochero azotaba a su caballo: el alemán se abalanzó sobre el cuello del animal y rompió a llorar preso de la angustia. Se lo llevaron y no volvió a pronunciar una palabra el resto de su vida.

Ay, perrito, ¡qué cosa esta de ser hombre, y qué lugar este mundo!

Otro gran artista, Fernando Pessoa, que vivió su corta existencia no muy lejos de donde tú vives la tuya, inmortal, nos asegura que “si el corazón pensara, dejaría de latir”.

Lo que enloquece al animal humano es la certeza de que va a morir. A ti, nos dicen, se te ahorra este aterrador hecho. Tú vives en el momento presente, aunque seguro que a veces –por la noche, o cuando ruge el trueno, o en el lodazal y el clamor de la corrida– te llega el rumor de que un día todo lo que eres dejará de existir. Aunque, hasta entonces, eso es lo que tienes: el hasta entonces.

Así que no te compadezcas de nosotros, pequeña criatura. Tú y los de tu especie eterna sois afortunados, pero nosotros lo somos aún más, incluso si la nuestra es una suerte trágica. Es precisamente esa certeza de la muerte la que brinda a nuestras vidas un sabor exquisito, duradero, desgarrador. Pero de esto tú no sabes nada.

Tu amigo, que te desea lo mejor,

John Banville

Traducción de Virginia Collera

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