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Benjamin Clementine, la leyenda musical del metro de París

Benjamin Clementine con abrigo de Prada.
Benjamin Clementine con abrigo de Prada. ART & COMMERCE / CONTACTO

LA BIBLIOTECA pública de Edmonton, un barrio del norte de Londres con una de las tasas de paro más altas de Gran Bretaña, está situada en un centro comercial. No es una fila reluciente de franquicias, sino un territorio nada glamuroso, con un mercadillo en el que se venden manzanas, manitas de cerdo y cacerolas. La biblioteca tiene un amplio surtido de novelas románticas con títulos como En la cama del amo y Ardientes noches de verano. A primera hora de un viernes, está ocupada por niños que estudian, una pareja de ancianos en un ordenador y, en una mesa al fondo, un grupo de pandilleros locales, de esos con los que a nadie le gustaría toparse en un bar.

Benjamin Clementine, un músico y poeta increíblemente elegante de 27 años, domina a todos con su estatura. A principios del año pasado publicó su primer álbum, At Least for Now, que recibió críticas entusiastas y hace poco obtuvo el codiciado Mercury Prize. A medida que ha aumentado el número de sus seguidores –se ha corrido la voz sobre sus interpretaciones, que no tienen nada que ver con ninguna otra cosa que haya oído jamás–, también lo ha hecho la leyenda de sus orígenes. Según se dice, Clementine salió de Edmonton (Reino Unido) para ir a París, donde estuvo viviendo en las calles hasta que lo descubrieron tocando música, firmó de inmediato con un sello discográfico y lo enviaron de vuelta a Londres para grabar un álbum que acabaría por ganar uno de los máximos premios musicales de Reino Unido. Aunque es un relato fascinante, una de esas historias de superación que somos incapaces de resistir, es verdad solo en parte.

Actuación de Clementine en un desfile de Burberry a principios de este año.

Clementine, el menor de cinco hermanos, fue criado por su abuela en un hogar de clase media, en la parte buena de Edmonton. La abuela murió cuando él tenía 11 años y entonces se fue a vivir con sus padres. Clementine –que actuará en Madrid el próximo 11 de julio y al día siguiente en Barcelona– pasó gran parte de su adolescencia en la biblioteca, que se convirtió en su santuario. Le cautivó la escritura de William Blake e Immanuel Kant, y le interesó en particular la obra del filósofo del siglo XVII John Locke, cuyo Ensayo sobre el entendimiento humano consumió como si fuera “sabiduría paterna”.

“No encajaba bien con mis compañeros ni con los profesores”, dice. “Así que me venía aquí a hacer los deberes, y, de pronto, eso se convirtió en mi vida”. En mi opinión, el autodidactismo de Clementine era su forma de preguntar cómo había que ser en un mundo que no tiene sentido, el mismo tipo de curiosidad inquisitiva que desprenden sus sentidas canciones, inspiradas en la obra de artistas franceses como Léo Ferré, Édith Piaf y Henri Salvador. “Quería encontrar a gente como yo, y lo conseguí con las personas a las que leía”.

A los 19 años, mientras se cuestionaba su lugar en el mundo, Clementine se trasladó a París. “Al cabo de un tiempo conocí a otros músicos, y entonces surgió todo”, dice. “Entonces empecé a escribir”. Sus amigos y él formaron un grupo, pero, según Clementine, “no estaban tan ansiosos como yo, de modo que volví al primer instrumento que había descubierto, que era el piano. Y entonces compuse una canción”.

En esa época no tenía domicilio fijo, pero salía adelante tocando música en la calle. Como yo también empecé así, le pregunto si extrajo alguna lección de la experiencia. “Te enseña a ser humilde y amable con la gente, todo tipo de gente”, dice. Coincidimos en que los músicos callejeros pueden ganar bastante dinero, aunque sorprenda; algunos de ellos viven bastante bien. “Me dio confianza porque la gente se acercaba a decirme: ‘Eres estupendo, buena suerte’, esa especie de espíritu americano. Y también me ayudó a entrenar la voz para cantar, porque tenía que proyectarla”.

Su voz. Conocí la música de Clementine a través de un amigo que insistió en que tenía que escucharlo. Me quedé apabullado y me apresuré a pedirle que actuara en un festival de música que organicé en Londres el año pasado. Subió al escenario vestido con un largo abrigo, sin camisa ni zapatos, y tocó el piano sentado en un taburete alto, casi de pie. Era como si cantara directamente para cada uno de los presentes: una sensación muy distinta a interpretar en hora punta en una estación del metro. Sin embargo, dice que los conciertos formales son casi más difíciles. “Ahora me presento delante de mil personas”, explica. “Todos me observan, pero están sentados. Se han rendido, y yo tengo que seguir demostrándoles mi valía y ofrecerles toda mi pasión”.

Recorre con la mirada la sala en la que se encuentran los residentes de Edmonton —los estudiantes, la pareja de ancianos, los chulos de barrio— y se calla un instante. “¿Sabe que John Keats era de aquí?”, pregunta. “Esa es la prueba de que todo depende de lo que cada uno haga con su vida. El lugar de donde eres influye, pero, en realidad, puedes hacer lo que desees”.

© David Byrne, 2016. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia 

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