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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Y si los robots finalmente no asaltan la Bastilla?

La inminente revolución tecnológica puede ser desastrosa o suponer un progreso sin parangón

Jorge Marirrodriga
Una mujer saluda al robot Pepper durante una feria tecnológica en París.
Una mujer saluda al robot Pepper durante una feria tecnológica en París. Francois Mori (AP)

Está siendo menos romántica —y menos violenta— que la francesa y mucho más limpia que la industrial. Pero aunque no huela a pólvora ni a carbonilla, vivimos inmersos en una de las mayores revoluciones de ese corto período que llamamos historia y que —aunque nos parezca larguísimo especialmente en el bachillerato—, apenas abarca una ínfima parte del tiempo que el hombre que lleva sobre la Tierra. En pocos años la vida de millones de personas cambiará radicalmente con la robotización de multitud de tareas que hasta ahora están realizadas por personas. Y esa transformación posiblemente obligue a realizar algunas transformaciones sociales.

Las dos anteriores frases podrían haber sido escritas perfectamente durante la industrialización. Posiblemente las conversaciones de los conductores de coches de caballos de Londres mientras observaban los primeros automóviles subiendo por Regent Street no fueran muy diferentes de las que puedan mantener hoy los 3,9 millones de conductores de vehículos pesados de Estados Unidos ante las pruebas de vehículos sin conductor que realizan Alphabet, Tesla o General Motors. Bueno, sí. Varían en una cosa que es fundamental y que conviene no perder de vista para no dejarse deslumbrar por el brillo de las pantallas extraplanas ni las manzanas con mordisco incorporado: caballo o coche van dirigidos por un humano; el coche o camión autónomo, no.

Este es el principal desafío que plantea esta nueva revolución: la ausencia del hombre. Ya no es necesario el librero que nos observa, nos conoce y nos recomienda qué podemos leer. Ni el taxista que elige el recorrido —según él, más corto, para nosotros, sospechosamente largo—, ni nadie que cobre el peaje de la autopista, ni personal que atienda las llamadas en grandes empresas, ni cobre en la caja en los supermercados, ni conductores en trenes de los aeropuertos... Y esto apenas es un esbozo de todo lo que viene.

¿Supone este drástico e inminente cambio una amenaza? Depende de cómo se gestione. Lo ideal —que casi nunca sucede— sería que se planteara un debate serio sobre el profundo cambio social que se avecina. Porque cuando todo un espectro de trabajos, con decenas de millones de empleados, desaparezcan, los nuevos trabajos —impensables todavía— ¿serán capaces de absorber a los antiguos? ¿Se creará una brecha insalvable entre aquellos que tienen trabajo —y por tanto fuente de ingresos— y aquellos que se han quedado al otro lado del foso digital? ¿Será una revolución con los robots asaltando la Bastilla de la organización social que conocemos o viviremos en la “Atenas digital” que preconiza el profesor Erik Brynjolfsson donde podremos prescindir del trabajo y dedicarnos al ocio? ¿Es necesario redistribuir la riqueza considerando como tal no solo al beneficio del trabajo sino al trabajo mismo?

Son preguntas nuevas y a la vez viejas. Tomás Moro en el siglo XV ya hablaba de establecer una renta básica. Y los siracusanos tenían una fe infinita en las máquinas de Arquímedes. Al final, siempre se trata de saber en dónde queda el hombre.

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Sobre la firma

Jorge Marirrodriga
Doctor en Comunicación por la Universidad San Pablo CEU y licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra. Tras ejercer en Italia y Bélgica en 1996 se incorporó a EL PAÍS. Ha sido enviado especial a Kosovo, Gaza, Irak y Afganistán. Entre 2004 y 2008 fue corresponsal en Buenos Aires. Desde 2014 es editorialista especializado internacional.

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