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Tribuna
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Un 'big bang' reformador

Pasar de un Estado clientelar a otro más transparente y meritocrático no se consigue con un par de leyes y la introducción de alguna institución copiada, digamos, de un país escandinavo

Carlos Sebastián
EDUARDO ESTRADA

La persistencia de un Estado clientelar, con todas las distorsiones que alberga y con el alejamiento de la meritocracia que conlleva, deteriora la calidad democrática, perjudica la eficiencia económica y reduce la igualdad de oportunidades.

Un Estado clientelar dominado por pautas no meritocráticas es una suerte de equilibrio de baja calidad que la clase política no quiere superar, para no perder cotas de poder, y en el que la ciudadanía acaba por sentirse cómoda procurando beneficiarse de los frutos de tan retorcido árbol y adoptando sus códigos de conducta. Pasar de ese equilibrio a uno de mayor calidad, en el que los Gobiernos gestionen con transparencia los bienes públicos, sin proporcionar bienes privados a minorías, y en el que los ciudadanos adopten las conductas de una sociedad meritocrática y exijan rendición de cuentas a los políticos, no se consigue con un par de leyes y la introducción de alguna institución copiada, digamos, de un país escandinavo. Estas medidas parciales serían rápidamente fagocitadas por las prácticas del Estado que se quiere reformar. Es necesario un auténtico big bang reformador.

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Sería deseable un acuerdo amplio de las fuerzas políticas sobre regeneración institucional, que no sólo llevaría a revertir el proceso de decepción y desconfianza que está experimentando la ciudadanía, algo muy positivo en sí mismo, sino que mejoraría la transparencia y calidad de la acción política y del marco en el que los españoles desarrollamos nuestras actividades económicas y de otro tipo. Facilitaría, además, las reformas sectoriales necesarias para modernizar el Estado (de las Administraciones públicas, la justicia y la educación), pues crearía un escenario en donde sería más fácil doblegar las resistencias corporativas que se puedan presentar.

Los procesos de regeneración institucional se han producido históricamente tras haber alcanzado un consenso entre una parte sustancial de la sociedad civil y un conjunto relevante de la clase política sobre la necesidad del cambio (Inglaterra y Estados Unidos en el último tercio de siglo XIX), a veces como apuesta colectiva de modernización tras la crisis provocada por una derrota bélica (Suecia y Dinamarca en fechas similares). No sé si el consenso necesario es suficientemente sólido en España. En el pasado otoño parecía que sí. Ahora está menos claro. La polarización electoral que se observa, la sensación de que se ha arrinconado la necesidad de regeneración y el escaso castigo electoral a la impunidad mostrada en el pasado reciente no parecen buenos síntomas.

Se han limitado o vaciado de contenido los organismos de supervisión creados

En la España actual es especialmente evidente que el avance no puede consistir en promulgar algunas leyes y crear nuevos organismos de supervisión, porque buena parte de la degeneración española es la consecuencia de incumplir leyes y sentencias y porque se ha limitado seriamente, cuando no vaciado desde el principio, el contenido de los muchos organismos de supervisión que se han creado. Hay multitud de ejemplos de lo primero, pero como muestra recordemos que la normativa sobre contratación de proveedores por las Administraciones públicas se ha violado de forma sistemática e impune. Y en cuanto a lo segundo, la sucesión de organismos cuya actividad está lejos de corresponder al objetivo de su creación, entorpecidos y seriamente limitados por los Gobiernos que los crearon, es muy amplia. Han ido desde la Agencia de Evaluación de Políticas Públicas (AEVAL) —que fue vaciada de contenido desde su inicio—, al más reciente Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, que ha nacido raquítico por déficits de independencia y escasez de competencias; y encima, ahora, cuando el Consejo da la razón a ciudadanos en su exigencia de información, el Gobierno que lo creó recurre sus resoluciones ante los tribunales. También, la discutible independencia de organismos supervisores y la escasa capacidad sancionadora que se les otorga, ya sea a las empresas que explotan posiciones de dominio en los mercados o a los bancos que abusan de clientes, sin que el Banco de España tenga la capacidad de imponer que las entidades les compensen de los perjuicios causados; y el ninguneo a la Autoridad Fiscal Independiente (AIREF).

Aunque podrían requerirse algunas modificaciones legislativas, lo fundamental sería generar el compromiso creíble y verificable de cumplir las normas existentes (y las nuevas) y de dotar de contenido a los organismos ya creados y garantizar su independencia. Para ello, el restablecimiento de los mecanismos compensatorios del ejercicio del poder sería un primer paso que empezaría a dar credibilidad al proceso: asegurar la independencia y competencia de los órganos clave como el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial y los Tribunales de Cuentas y avanzar en la profesionalización de las Administraciones públicas, reduciendo muy sustancialmente los nombramientos de carácter político.

Mejorar la transparencia no se consigue haciendo más complejos los trámites burocráticos —ya lo son en exceso—, sino realizando un control ex post y con un régimen sancionador severo y explícito. Un renovado Consejo de Transparencia y Buen Gobierno podría tener algunas competencias en esta tarea. Y si se prestigian otras instituciones (como la AEVAL) y se cumplen reglas ya existentes sobre la producción normativa, consistentemente ignoradas, se podría incrementar sensiblemente la transparencia y calidad del proceso legislativo.

Lo fundamental sería generar el compromiso creíble y verificable de cumplir las normas

En este contexto, para las reformas sectoriales que también necesitan consenso, como las de educación, justicia y Administraciones públicas, sería conveniente generar, dentro de este big bang reformador, un amplio acuerdo en el diagnóstico de las deficiencias actuales y en la definición del modelo al que se quiere llegar. Porque luego el avance en las reformas tendría que ser más incrementalista, evaluando los pasos que se fueran dando. Lo contrario de lo que se ha hecho en las llamadas reformas de la Administración, como la reciente CORA, que no ha tenido ni un análisis de las deficiencias ni la especificación del modelo al que se quiere llegar; solo un listado de medidas, sin ninguna intención de verificar si se cumplen (más allá de que se envíen al BOE) y de cuáles son sus consecuencias para los administrados.

Resulta evidente que una acción conjunta y de consenso, del tipo de lo que aquí se plantea, dejaría mucho campo para que los partidos diferencien su oferta en muchísimas cuestiones relevantes. Está claro también que este tipo de consenso sería necesario para impulsar un cambio radical del marco político e institucional.

Nos debemos congratular por la persecución de las prácticas corruptas que se ha incrementado recientemente, pero no pensemos que esto, por sí solo, termina con el Estado clientelar y sus aberraciones. No hay más que recordar lo ocurrido en Italia a partir de 1992.

Carlos Sebastián es catedrático de Teoría Económica. Acaba de publicar España estancada. Por qué somos poco eficientes (Galaxia Gutenberg, 2016).

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