La melodía del exilio
A GILBERT Mansour le dijeron que le faltaba talento musical para estudiar en el conservatorio. Tenía 10 años y no supo entonar muy bien las notas que salieron del piano durante la prueba. “Cómo iba a saber cantar”, rememora con una sonrisa irónica, “si no había escuchado música en mi vida”. Hacía pocos meses que Gilbert, sus padres y su hermano habían empezado una vida desde cero en Beirut tras el fin de la guerra civil. Durante una década habían estado huyendo del conflicto. “Cuando yo nací, en 1981, mis padres abandonaron nuestra aldea para sobrevivir. Íbamos de pueblo en pueblo y en la radio solo se escuchaban noticias sobre la guerra, así que la música era algo completamente nuevo para mí”, explica.
Sus padres tuvieron la oportunidad de huir a Canadá, pero la rechazaron. “Supongo que se sentían muy unidos a su tierra… En mi infancia, no tener una habitación, ni juguetes, ni compañeros de colegio y andar escondiéndose de los misiles en refugios era lo normal”. Este corpulento joven de largo pelo azabache terminó estudiando en el conservatorio que inicialmente le rechazó. Un vecino ciego que tocaba el violín fue su primer profesor, y un tío suyo le introdujo en los ritmos de la música tradicional libanesa. Con los años se convirtió en un talentoso percusionista en su país.
A principios de 2011 su vida dio un giro radical. Recibió un correo al filo de la medianoche. Lo esperaba desde hacía semanas, pero, misterios de la tecnología, llegó con mucho retraso. A Gilbert le quedaban 10 horas para presentarse a las audiciones que realizaba una prestigiosa escuela de música estadounidense en Amán. Apenas tuvo tiempo para dormir. En plena noche contrató un taxi para hacer el trayecto de seis horas hasta Jordania, pero al llegar se equivocó de lugar. El director del colegio al que acudió no sabía nada de las audiciones. “Se puso a hacer llamadas para averiguarlo”, recuerda Gilbert, “y al cabo de una hora llegó corriendo y me dijo: ‘¡Que no es aquí!”. El buen hombre puso a su disposición el coche y el chófer de la escuela para que le llevaran al sitio correcto.
Layth al Rubaye escucha con atención a su amigo mientras relata la historia. Él también fue un niño refugiado. Nació en Irak en 1992. Cuando cumplió un año, sus padres huyeron de un Bagdad ahogado por el embargo tras la guerra del Golfo. “Era muy difícil encontrar leche para mí. Sintieron que no había futuro si se quedaban y se mudaron a Jordania”, relata en perfecto inglés. Su tía ya vivía en el país vecino y eso ayudó a que su padre, pianista, legalizara su situación y entrara en el conservatorio de Amán, del que hoy es director.
El joven Layth creció rodeado de música y con cinco años empezó a tocar el violín. Algunos de sus primeros conciertos los dio en los enormes campos de refugiados junto a la capital jordana. Él había tenido mucha más suerte que esos chavales para los que tocaba. “Vivíamos en un piso en Amán y yo crecí como un niño más. Nunca sentí que no perteneciera a ese lugar, excepto por esto”, y señala hacia su pelo. Imposible pasar desapercibido: Layth es pelirrojo. “Me encantaría saber de dónde viene…, pero la gente me dice que mis facciones son árabes”, afirma con orgullo.
Gilbert y Layth se conocieron muy lejos de su país natal, pero esa distancia que ahora les separa de su hogar representa un sueño hecho realidad: llevan tres años estudiando en la prestigiosa escuela Berklee College of Music en Boston. A Gilbert la carta de admisión y la beca le llegaron meses después de la accidentada audición en Amán. La carrera de Layth se veía venir: a los 11 años debutó como violinista en Europa con una orquesta de cámara.
Hace unos meses, Javier Limón, el músico español que dirige desde hace cinco años el Mediterranean Music Institute dentro de Berklee, les invitó a participar en un proyecto: rendir un homenaje a los refugiados de Siria y de otros países a través de la música. “No te puedes imaginar lo que supuso para ellos…”, relata Limón abriendo los ojos. Ser hijo de refugiados no era un requisito para tocar. “Pero sí me di cuenta de que aquí los estudiantes tienen una visión muy diferente del mundo. En la escuela hay gente de casi cien países y eso les da una perspectiva de la problemática de los demás muy especial”.
Tras horas y horas de grabación nació El refugio del sonido, cuatro discos que mezclan músicas mediterráneas, latinas y flamencas con jazz, interpretadas por más de 40 alumnos de Berklee de muy diversas nacionalidades. “¿Cómo podría ser la música fruto del encuentro entre la cultura de estos refugiados y la nuestra? No hay que olvidar que los movimientos migratorios han sido el origen de corrientes artísticas importantísimas: el jazz, el tango, el blues, la bossa nova…”.
La mayoría de la gente no se para a pensar en la riqueza cultural de los que huyen de la guerra, reflexiona Layth, de 24 años. “Se ha terminado asociando la zona con la guerra, y el resto de países tienen miedo de aceptar a estas personas porque temen que traigan consigo el conflicto. Esta visión es como un cáncer”, afirma. Gilbert lamenta que Líbano y Siria estén perdiendo a muchos de sus mejores músicos. “Es malo, pero también es bueno de alguna manera, porque dan a conocer nuestra música”.
Hay una anécdota al respecto que a Limón le gusta recordar. Cuando su amigo Paco de Lucía fue nombrado doctor honoris causa por Berklee en 2010, se quedó maravillado con un joven estudiante palestino llamado Ali Amr. Tocaba el qanun, un instrumento de cuerda pulsada tradicional en Oriente que se remonta al siglo XII. Su estudio antiguamente estaba reservado a reyes y príncipes. “¿Y por qué tocaba tan bien? Pues porque creció en Ramala, y como solo podía salir a la calle dos horas al día, el resto del tiempo lo pasaba dentro de casa practicando”.
Elif Cakmut, experta en música azerbaiyana y turca, se conformaría con conmover “al menos a dos personas” que, tras escuchar los discos, se planteen cómo pueden ayudar. Su país de origen, Turquía, acoge al mayor número de refugiados: 2,7 millones, principalmente sirios. La oboísta, de 22 años, quedó impactada cuando visitó a su familia el verano pasado. “Había cientos de personas malviviendo en las calles. Es muy triste. ¿Quién quiere estar en un país que no es el suyo? No puedo esperar que la gente sienta lo mismo que yo, pero lo que sí puedo es poner mi música”.
Ese es el espíritu que rezuma en todo el proyecto. En opinión de Tonina Saputo, la cantante del tema principal, a los músicos les resulta más fácil aceptar a otras personas. “Todos hablamos el mismo idioma. Nos gusta compartir nuestra música y eso nos ayuda a entendernos mejor”. Esta joven nacida en San Luis (Misuri, Estados Unidos) hace 22 años es hija de padre ugandés y madre siciliana. “Ninguno era refugiado, pero mis abuelos maternos huyeron de Sicilia con la llegada al poder de Mussolini”, apostilla. “Aquí somos todos como una familia”, añade la canaria Tania Mesa, violinista flamenca que participa en el proyecto. “Es verdad que el tema de los refugiados no es algo de lo que aquí se hable mucho, se ve como un problema principalmente europeo. Yo me entero de muchas más cosas de lo que está ocurriendo en las fronteras por los periódicos españoles”, explica.
La recaudación por la venta de los cuatro discos se destinará a establecer becas de estudio en Berklee para músicos refugiados y para ONG que trabajan en el terreno. Aunque en las últimas semanas se ha sumado una nueva candidatura en el apartado de financiación: la institución musical que Layth quiere crear en la tierra que le acogió, Jordania. La idea es trabajar con los refugiados e implicar a toda la comunidad. “No creo que haya ninguna diferencia entre una persona que crece en un campo de refugiados y yo, porque vivir así no fue una elección. Es muy triste porque nunca sabes cuál es el potencial de esos niños. El próximo Einstein puede estar ahí”.
Las vidas de estos jóvenes músicos confluyen en Boston, donde muchos se reconocen por la calle, se saludan mientras compran algo de comida para llevar antes de la siguiente clase. Su compromiso con su tierra y su cultura sigue intacto, más vivo que nunca.
“La música puede cambiar a las personas”, asegura el joven violinista. “Si alguien viene a un concierto mío y se siente conmovido, establecerá una asociación de belleza y hermosura con mi país, Irak, en lugar de odio, guerra y destrucción. Los músicos tenemos el poder de crear puentes”. Por favor, apaguen los móviles y ocupen sus asientos.
Los cuatro discos se venderán los domingos con EL PAÍS. El primero, Mar Egeo, el 22 de mayo, por solo 2,95 euros. Los beneficios se destinarán a financiar proyectos para refugiados de Médicos sin Fronteras.
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