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San Sebastián, el renacer de una ciudad

VOLTAIRE dijo que el vasco era un pueblo que bailaba a un lado y otro de los Pirineos. Pierre Loti, el marino y novelista que murió en Hendaya, hablaba del “vasco saltarín” retomando la ocurrencia volteriana. Pues bien, de unos años a esta parte los vascos ya solo parecen saltar en San Sebastián. Los vascos del “otro lado”, se entiende. Es decir, de Francia, en la jerga local al uso. Vienen incluso en autocares fletados para realizar circuitos de pintxos o sidrerías y no faltan quienes hacen uso de la línea de autobuses a la que, sin saberlo, Loti dio nombre: Le Basque Bondissant, cuya traducción resulta inútil cuando uno ve al ramuntxo de turno brincando desde sus tradicionales abarcas. Quien pasee por el centro de San Sebastián entre semana puede saber si es fiesta en Francia porque comercios de ropa, bares y restaurantes se hallan atestados de saltarines gabachos. Las pernoctas son otro cantar. Ahí predomina el turista patrio, seguido de franceses, norteamericanos y británicos. Todos parecen acudir con un entusiasmo creciente, porque en los dos o tres últimos años no dejan de batirse récords. Fuentes del Instituto Vasco de Estadística (Eustat) señalan que 2015 se cerró con un aumento del 12,23% de las pernoctaciones respecto al año anterior. Se trata fundamentalmente de un turismo familiar que abomina de los sobresaltos, por lo que el hecho de percibir que aterrizarán en una situación normalizada tiene mucho que ver con su elección. Atrás quedan aquellos años en los que venían cuadrillas de jóvenes italianos practicantes de un curioso turismo de adrenalina consistente en kalimotxo y cócteles más incendiarios saboreados a pie de la kale borroka (lucha callejera).

Afortunadamente han desaparecido los días en que volaban piedras, ardían autobuses y unos cuantos asesinos mataban inocentes. Desde 2011 ya no hay atentados contra las personas, y la Ertzaintza asegura que en 2014 solo se registraron 40 actos de violencia callejera en todo el territorio vasco. Los llamados delitos de orden público experimentaron asimismo en 2015 un descenso del 28,64%, según las mismas fuentes, mientras que la delincuencia en general cayó un 3,21% respecto al año anterior. San Sebastián, en particular, ha vuelto a convertirse en aquel San Sestabién de la Guerra Civil, cuando era la capital diplomática del Régimen y frecuentaban sus calles gentes de la cultura y el espectáculo huidos de Madrid, más gentes de posibles a quienes el Alzamiento les sorprendió veraneando. Miguel Mihura presumía de haber vivido como un duque y no solo porque residiera en el paseo del Duque de Mandas. San Sebastián era una burbuja de paz en medio de la España en llamas. Pero ¿se puede seguir hablando de paz en el año 2016 cuando desde entonces nunca hubo una guerra? La Capitalidad Cultural ha creído necesario poner en pie el llamado Faro de la Paz para invitar a seguir construyéndola día a día, según asegura Inesa Ariztimuño, su responsable: “Tenemos un pasado en el que se ha matado, se ha asesinado, se han vulnerado los derechos, pero es el momento de ir más allá de la empatía, no solo decir te reconozco, sino ponernos en el lugar del otro y ver qué podemos recorrer juntos”.

Fermin Calbeton Kalea es un calle tipico en el centro de San Sebastian.
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La calle de Fermín Calbetón, plagada de bares y Javier Cabrero, barman del hotel más distinguido de la ciudad, el María Cristina. / JAMES RAJOTTE

Hay una pequeña pega. Bueno, dos. Pedir que alguien se ponga en el lugar de quien quiso asesinarle parece excesivo, por mucha Europa que nos contemple. Y suponer que sigue pendiente la paz, aunque sea en fase de consolidación, equivaldría a suscribir el relato de quienes necesitaban que se creyera que había guerra para justificar unos actos terroristas rebozados bajo el eufemismo de lucha armada. La responsabilidad de tanta muerte, tanto amedrentamiento y tanto impuesto revolucionario debería recaer solo en quienes decidieron romper la convivencia. Pedir fantomáticas reconciliaciones, aunque se haga de buena fe, solo serviría para apuntalar la falacia de que lo sucedido con ETA fue cosa de todos, es decir, de nadie. Un gigantesco menú de flor de loto, la planta del olvido que comía cierto pueblo visitado por el homérico Ulises, recorre Euskadi. Desde el figón municipal más modesto hasta el esplendente Sunset Boulevard donostiarra –cuyo paseo de las estrellas es puro Michelin– no hace más que cocinarse olvido, desmemoria. Pero la realidad es tozuda y cuando amplios sectores quieren barrer bajo la alfombra, son los presos de ETA quienes rompen los platos al asegurar que ni se arrepienten ni se arrepentirán de lo que hicieron.

Por lo demás, bien, como solía decir el escritor Raúl Guerra Garrido en aquellos tiempos duros que le golpearon de lleno, como a tantos otros. Habría que ser, no obstante, un amargado, militar en nuestro autóctono lado oscuro de la fuerza o llamarse Baroja –le estomagaba San Sebastián– para no admitir que hoy se vive mejor. Estamos tan a gusto que vivimos nada menos que en el Basque Country, el invento del PNV para decir en inglés lo que no quiere pronunciar en español. Y si nos ha tocado la suerte de vivir en el Basque Country, igual estamos viviendo en Donosti City, lo que justificaría, por ejemplo, que si Europa decidiese nombrar anualmente capitalidades culturales, nos tocara una. Como así ha sido. Costó que se aceptara la candidatura, pero aún ha costado más gestionarla. Seguramente porque, durante el proceso, han desfilado por el Ayuntamiento tres alcaldes pertenecientes a tres partidos diferentes. Odón Elorza, del PSE, fue el muñidor de la cosa antes de ahogarse en su propia desmesura. Le sucedió Juan Karlos Izagirre, de EH Bildu, un montaraz que, envuelto en su niebla ideológica, no entendió nada, ni siquiera qué suponía proyectarse a Europa. Al bisoño Eneko Goia, del PNV, le ha tocado apechugar con un legado calamitoso –directores y equipos que duraban lo que un helado (esa otra pasión donostiarra), programación inexistente– y poner la cosa en marcha nombrando director al navarro Pablo Berástegui.

El auditorio Kursaal, obra del arquitecto Rafael Moneo, alternativa donostiarra al Guggenheim de Bilbao.

Por lo menos, la capitalidad está en marcha. A partir de ahí no se sabe si exponer algunas disfunciones podría conculcar los valores que presiden el asunto –“Un año para compartir. Un año para convivir”– o, lo que es peor, que le tachen a uno de mal donostiarra. La cosa empezó bien, se programaron 70 actos para la inauguración, pero falló el más importante, y eso que había costado la friolera de 660.000 euros. El exmiembro de La Fura dels Baus y repu­tado director escénico Hansel Cereza se lo jugó todo a un puente, el de la convivencia. Apremiado por los plazos y oscurecido tal vez por un adanismo tan à la page  en el mundo artístico y de la gestión cultural –ya se sabe, eso de pensar que el mundo no existe hasta que llega quien se cree el más guapo–, no calculó que su espectáculo resultaría invisible y hermético. Lo primero, porque los 80.000 asistentes solo pudieron instalarse lejos, por culpa de la parafernalia técnica y, vaya por Dios, de un río que pasaba por allá, con lo que solo percibían luces bailoteando y no los figurantes que construían aquello tan raro que era la convivencia cuando la descubrió Cereza. Falto de libreto o guion, el público tampoco pudo entender qué se cocía debajo de tanta luz encabritada y tanto tronar de bafle. Al día siguiente, Donosty City era una ciudad cabreada. Lo bueno del segundo fallo es que está resultando todavía más caro, 4 millones de euros presupuestados y un coste real de 5,3, según fuentes consultadas. Parece ser que la única forma de dar bombo y platillo a la capitalidad pasaba por construir una réplica de la nao ballenera San Juan y hacerla navegar por los siete mares en plan embajador. Pero le pasó lo que al submarino de Gila: “De color bien, pero no flota”. Y no lo hace porque estará terminada en 2019, cuando de la capitalidad no quede ni el recuerdo. Y todo por detalles insoslayables como que la resina para calafatearla debe ser traída de Segovia… ¡en carro de bueyes!

Una vista de San Sebastian desde el castillio de la Mota.
San Sebastián

Una vista de San Sebastian desde el castillio de la Mota. Xavier Agote es el presidente del museo Albaola y un constructor experto de barcos. / JAMES RAJOTTE

Una nave varada y un puente roto no parecían buen balance para un comienzo. Luego, las cosas han mejorado. Hay una exposición sobre el grupo donostiarra Gaur. El festival Stop War realizó talleres, debates y unos conciertos muy concurridos, por más que la lluvia aguara el plato fuerte enmudeciendo a Bob Geldof. Hubo quien comió una sopa teatralizada para ¡conocer la historia del género humano! Otra sopa, la de letras, correría a cargo de Esther Ferrer, que organizó un paseo poético por las calles donostiarras. Se tienen previstas decenas de eventos más, algunos un tanto chuscos. La exposición estrella, Tratado de paz, ha creado polémica antes de inaugurarse, ya que define a ETA como “un fenómeno a la vez político, militar y cultural”, mientras que la iniciativa Zurrumorbo lleva la sorpresa en sus genes al perseguir “visibilizar y promover la diversidad de las sexualidades, eróticas y formas de querer y desear. Impulsar la cultura slow sex: ofrecer tiempo a los encuentros afectivos entre las personas, a la erótica y a las relaciones y transformar las actitudes sexistas, heterocéntricas, erotofóbicas y coitocentristas”. Mucho, raro y variopinto, pues. Con todo, hay quienes echan en falta que se publicite mejor la propia capitalidad. Los forasteros no se percatan de que pisan una capital cultural escondida detrás del jeroglífico DSS2016, en tanto que los nativos ni la sienten ni padecen al mostrar mayoritariamente una cordial indiferencia. Por no mencionar que a nadie se le ha ocurrido un lugar que articule la capitalidad como un eje y se conserve para el mañana como recuerdo. Este papel lo habría podido desempeñar el centro cultural Tabakalera, si es que hubiera gozado de un proyecto coherente. Pero pelillos a la mar. Seguro que la oleada de acontecimientos transversales, sostenibles y participativos funciona y acaba dejando un buen sabor de boca. ¡Todo va bien en la mejor de las Donosti Cities posibles! Así que desempolvemos aquellos apelativos de Bella Easo y Perla del Cantábrico que usó la belle époque, cuando la ciudad estaba tan orgullosa de sí misma. Cantemos también sin complejos lo de “San Sebastián tiene cosas que no tiene el mundo entero”. Europa se quedará boquiabierta, lista para pintxos y kokotxas.

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