Javier Fernández, el nuevo rey del deporte español
Nadie podía esperar que la gran estrella deportiva del país fuese un patinador. Pero desde esa especialidad casi clandestina en España ha llegado a doble campeón mundial. Esta es la historia de El Lagartija, un revoltoso niño de barrio que, sin apenas apoyo oficial, a golpe de sacrificio y soledad, ha escrito una leyenda sobre hielo.
Enriqueta López tuvo que tomarse un tranquilizante para ir al Boston Garden, donde esa noche de abril se esperaba una multitud de casi 20.000 personas. Enriqueta y su marido, Antonio Fernández, llevaban días por la ciudad estadounidense combatiendo el nerviosismo con lo que podían. Procuraban hablar poco con el chico para no descentrarlo. Pero las malas noticias se amontonaban. Por primera vez en su carrera deportiva, al chaval le golpeaban las lesiones. Se le inflamó tanto un talón que tuvieron que extraerle líquido y no había podido entrenarse a fondo. El médico decidió infiltrarlo para mitigar el dolor. En la primera de las dos pruebas decisivas del Campeonato Mundial de Patinaje Artístico –el llamado programa corto–, Javier, el hijo de Enriqueta y Antonio, se había caído. Su gran rival, una perla japonesa de 21 años llamada Yuzuru Hanyu que venía de asombrar con varias actuaciones siderales, había tomado una ventaja que parecía insalvable.
Así que la tarde del pasado 2 de abril, Enriqueta, una cartera del barrio madrileño de Cuatro Vientos, y Antonio, mecánico del Ejército, se dirigían con el alma en vilo al Boston Garden, donde todos los pronósticos apuntaban a que Javier, que en dos semanas cumpliría 25 años, no iba a renovar el título de campeón del mundo conquistado en Shanghái 12 meses antes. En Madrid, su otra hija, Laura, también patinadora, estaba más confiada: “Sabía que podía hacerlo. Siempre que empieza mal un campeonato, se quita la presión de encima y entonces le sale lo mejor”. Aunque Javier confiesa que antes de una gran competición “te pueden hasta temblar las manos”, esta vez se encontraba tranquilo, aislado del mundo con sus auriculares atronando reggaeton. Había asumido que para ganar tenía que hacer un “programa [así llaman a cada ejercicio] completamente perfecto”. Pero fue más que eso: “Me salió excepcional”.
Antes de que finalizara su actuación –el llamado programa largo–, el público ya estaba en pie. Enriqueta, Antonio y la novia de Javier, la patinadora japonesa Miki Ando, se abrazaron entre lágrimas. Durante 4 minutos y 40 segundos, habían visto un recital de Javier: haciendo piruetas, recreándose en sus famosos cuádruples –cuatro vueltas consecutivas en el aire–, frenando en seco sobre el hielo o rotando como un derviche encogido sobre sí mismo. Mientras su cuerpo dibujaba arabescos en el aire, mecido por la voz de Frank Sinatra cantando Guys and Dolls, su rostro descubría una creciente euforia interior. Era el “subidón de adrenalina”, dice Javier, que sienten los patinadores cuando ven que les sale todo y se lanzan a volar sobre el hielo.
En la noche bostoniana de ese 2 de abril, la familia de Javier, los 20.000 espectadores y los expertos en patinaje compartieron la sensación de que habían asistido a algo único. “Mucha gente me está diciendo que tal vez es el mejor programa que han visto nunca”, comentó Brian Orser, el entrenador canadiense que tiene a su cargo en Toronto a los dos rivales de esa noche, Fernández y Hanyu. “Fue una demostración de fortaleza física y mental sin precedentes en la historia del patinaje”, coincide Daniel Peinado, que entrena a Javier en España. The Boston Globe escribió: “Uno de los mejores programas largos jamás vistos. Tal vez el mejor”. Hasta su rival Hanyu se postró de rodillas ante Javier, devolviéndole el gesto que el español había tenido con él cuatro meses antes tras una actuación sublime del japonés.
Cinco semanas después de la gran noche bostoniana, Javier Fernández era recibido por Mariano Rajoy en La Moncloa y desde la distancia se intuía perfectamente la conversación. Con gesto interrogativo, el presidente levantaba cuatro dedos de la mano. Javier asentía. A continuación, Rajoy levantaba otros dos dedos. Y Javier seguía asintiendo y sonriendo. Sí, señor presidente, cuatro títulos europeos y dos mundiales. Todos consecutivos. El madrileño ha completado una sucesión de triunfos que nadie en el patinaje había logrado en décadas y le ha situado como el gran deportista español del momento. Otra vez una estrella masculina tras años en que las mejores noticias las han dado las mujeres. Su caso recuerda al de los viejos héroes solitarios del deporte nacional, a los Santana, Ángel Nieto, Ballesteros o Alonso, grandes campeones de especialidades que tenían escasa tradición. La del patinaje es casi inexistente. El número de practicantes federados no llega a los 500. Hay solo 17 pistas en todo el país, la inmensa mayoría privadas. “Lo de Javier es el gran milagro del deporte español”, concluye Peinado. “Milagro hasta se queda corto. Es como si Messi hubiese nacido en Indonesia”, tercia Pedro Lamelas, periodista especializado y responsable de la revista digital Hielo Español. El único patinador español capaz de ganarse la vida con ese deporte se ha erigido en una estrella mundial que reúne audiencias millonarias en Japón y en el norte de América y de Europa.
En la primera imagen, Javier Fernández de niño (segundo por la izquierda) con sus padres y su hermana. En la segunda, el patinador con 13 años.
Culminada la proeza de Boston, lo que le apetecía de verdad a Javier –Javi o Javichu entre los suyos– era tumbarse a la bartola en alguna playa. Pero tuvo que hacer la maleta para viajar a Japón. La mayoría de sus ingresos proviene de exhibiciones, no de la competición. Y los japoneses pueden pagar entradas de hasta 300 euros por uno de esos espectáculos. Tras el tour nipón, pasó cuatro días en Madrid antes de emprender una nueva gira por Canadá, donde vive desde hace cinco años. Cuatro días frenéticos en casa, en los que fue recibido por Rajoy y por los Reyes; acompañó a la presidenta madrileña, Cristina Cifuentes, en una visita a un hospital; lo entrevistaron en los programas deportivos de más audiencia y acudió al Bernabéu a hacer el saque de honor. Cansado y ojeroso, anduvo corriendo de aquí para allá sin perder la sonrisa, mientras su representante, Jorge Serradilla, un antiguo camarada del colegio, pisaba el acelerador para no llegar tarde a ningún sitio. En la Gran Vía le paró alguna gente, pero en el hospital donde se había citado con Cifuentes el vigilante de la entrada le preguntó quién era. Es más fácil que le reconozcan por la calle en Japón que en España. Porque para triunfar tuvo que hacer lo que tantos chicos de su generación que no son deportistas: irse a la aventura al extranjero, escaso de idiomas y de dinero, con tantas ilusiones como incertidumbres, pero alentado por el inmenso sacrificio de su familia.
Cuando aún eran novios, a Enriqueta y a Antonio les gustaba ir a patinar alguna tarde a la pista de hielo de la antigua ciudad deportiva del Real Madrid o a la sala Diamond, en el barrio de Aluche. Después de casarse vivieron en Leganés hasta que Antonio consiguió un piso en una colonia militar de la capital, en Cuatro Vientos. Ya con dos niños, un día, paseando por Aluche, volvieron a Diamond. “Javi era muy pequeño, aún iba en el carrito”, recuerda Antonio, “pero su hermana Laura, que tiene dos años y medio más, se pegó a la pista”. La niña había visto patinaje por la televisión y dijo que quería hacer aquello. Cuando Javier cumplió ocho años, también se apuntó. Los primeros patines los heredó de su hermana.
Con la medalla de oro conquistada en Boston por su segundo título mundial.
Lo apodaron El Lagartija. Era inquieto, revoltoso. “Me enganché muy pronto, pero no sé por qué me costaba entrar a la pista”, cuenta. “A veces tenía que venir mi madre a meterme. Pero en cuanto estaba dentro, ya no podía parar”. No hacía caso a los instructores y se dedicaba a tirar de la falda a las niñas o a lanzarles trocitos de hielo. Hasta que se ponía a patinar y lo más difícil le salía naturalmente, sobre todo los saltos. “Era impresionante”, relata el periodista Pedro Lamelas. “Como tenía unos patines malos, te decías: ‘Este se va a romper las rodillas’. Y hacía cosas increíbles”. Muy pronto se atrevió con el doble axel, un salto a la media vuelta que se inicia con un pie y acaba aterrizando con el contrario. Las caídas no le asustaban. “Nunca recuerdo haber tenido miedo”, asegura. Mientras Laura se convertía en una gran promesa, Javi aún dudaba entre el patinaje y el fútbol o el tenis. A su hermana le llegó entonces una oferta de la escuela de hielo de Jaca, en el Pirineo aragonés. “Es un deporte caro, hay que pagar las pistas y entre los dos chicos gastábamos en Madrid 450 euros al mes cuando yo no cobraba ni 1.500”, comenta su padre. Como en Jaca le cubrían los gastos y le daban plaza escolar, la chica se fue para allá con su madre. El club de Majadahonda al que pertenecía montó en cólera y expulsó a Javi, que seis meses después se unió a su hermana. Antonio se quedó solo en Madrid. “Javi no lo pasó bien allí”, afirma Laura. “Jaca es un pueblo, los niños se dedicaban a otros deportes y se burlaban de él diciéndole que el patinaje era de gais”. Volvieron a Madrid a los dos años y, aunque su hermana ya era la mejor patinadora juvenil de España, Javi lo dejó durante un tiempo y pensó en dedicarse al hockey. “Estaba desmotivado, no progresaba, no se sentía arropado por entrenadores y clubes”, destaca Laura, que, por razones parecidas, abandonó el deporte a los 20 años para estudiar enfermería.
Un campamento de verano en Andorra lo cambió todo. Por allí apareció Nikolai Morozov, un ruso que era el gran gurú del patinaje y le tenía echado el ojo a aquel madrileño de 17 años. “Vio que era un diamante en bruto. Sin aquello, nunca hubiésemos tenido un campeón del mundo”, señala el entrenador Daniel Peinado. Morozov se ofreció a llevarlo a Estados Unidos. No le cobraría por entrenarlo, pero su familia tendría que costear los gastos. “Me obligó a que le diese una respuesta ya”, recuerda Javier. “Y sin contarle nada a mis padres, dije que sí”.
–¿Estás seguro? –insistieron Enriqueta y Antonio.
–Es un sueño. Quiero intentarlo.
–No lo vas a intentar, lo vas a conseguir –remachó su padre.
Antonio tiró de unos ahorros que había reunido para reformar el piso de Cuatro Vientos, condenado a seguir como estaba. Buscó otro trabajo por las tardes reparando helicópteros y Enriqueta entró en Correos. Javi, que no sabía inglés, dejó los estudios y se estableció en un piso de Nueva Jersey compartido con un entrenador español al que ya conocía de Jaca, Mikel García. Él le ayudó con el idioma, con la cocina y con el modo de vida del país. “Fue muy duro y las dificultades económicas te frustraban mucho”, reconoce Javier. Tenía que pagar viajes, material –unos patines cuestan 1.000 euros– y las coreografías para sus actuaciones, que pueden salir por más de 10.000 euros. “No teníamos ni una beca, ningún apoyo público. Nos costaba entre 2.000 y 3.000 euros al mes”, detalla el padre. “Y la federación se tomó muy mal que se fuese. Cuando venía aquí a competir casi ni le hablaban, le hacían el vacío”.
La troupe de patinadores de Morozov no tenía lugar fijo. En los dos años siguientes, Javier vivió también en Moscú y en Letonia, en residencias para deportistas donde lo aplastaba el peso de la soledad. Los métodos de Morozov, a pesar de todo, funcionaban, y en 2010, en Vancouver, se convirtió en el primer patinador español desde 1956 que participaba en unos Juegos Olímpicos. Terminó 14º. Pero el ruso dedicaba más atención a otra de sus estrellas, el francés Florent Amodio, por cuya instrucción sí le pagaba la federación de ese país. Javier necesitaba estabilidad y entró en contacto con una antigua estrella de la disciplina, Brian Orser, que dirigía un grupo de entrenamiento de élite en Toronto. “Cuando llegó, por supuesto que tenía talento, pero estaba perdido”, declaró hace unos días Orser al Toronto Sun. “No tenía mucha disciplina, ni dirección, no había habido mucha gente que confiase realmente en él”.
En Toronto aprendió a aborrecer el invierno canadiense, pero en la pista encontró al fin un hábitat cálido y familiar. “Brian ha sido como un segundo padre”, admite Antonio, el padre de verdad, sin asomo de celos. Y empezó a exprimir su talento. En 2013 explotó al conquistar el campeonato de Europa. Repitió al año siguiente y le dieron el honor de abanderar a la representación española en los Juegos Olímpicos de Sochi. En la ciudad rusa, a orillas del mar Negro, acabaría viviendo uno de sus momentos más amargos. Había una gran controversia entre los atletas por la política homófoba del Gobierno de Putin. A Javier, poco ducho en las relaciones con los medios de comunicación, le preguntaron por el asunto y contestó que los gais “deberían cortarse” mientras durasen los Juegos para evitar conflictos. Se le cayó la Red encima. “Tuvo hasta amenazas de muerte”, revela un amigo. “No pude resistirme a mirar las redes. Y al ver todo lo que se decía de mí…, me pegué una buena llorada”, reconoce ahora. “No entendía nada. No sabía exactamente ni lo que había dicho. ¿Cómo iba a estar contra los gais si en este deporte convives con ellos a diario, son mis amigos, lo es mi propio entrenador? Sería como cabrearme con todo lo que me rodea”. Aunque él asegura que no influyó en su rendimiento, las grandes expectativas de medalla olímpica que se habían generado acabaron en decepción. No pudo pasar del cuarto puesto.
Se sobrepuso. Y en los dos años siguientes ganó otros dos europeos hasta que en 2015 se coronó definitivamente con el título mundial. Para entonces ya habían aparecido los apoyos, una beca del Consejo Superior de Deportes que le cubre la estancia y los viajes. Y hasta le llegó compañía a Toronto, otros dos patinadores españoles, Javier Raya y Sonia Lafuente, una de las niñas a las que de pequeño tiraba trocitos de hielo. Ya ni le preocupa en exceso que aún no le hayan dado el permiso de trabajo en Canadá. Por eso no ha podido sacarse el carné de conducir, pero se las apaña bien en bici por la ciudad.
La vida deportiva del patinador es cruelmente corta. Las articulaciones de las piernas se desgastan, se pierde agilidad y antes de los 30 años ya no se puede competir al máximo nivel. “Yo espero llegar hasta los Juegos de 2018 y luego ya veremos”, apunta. Los que más le conocen dicen que nunca se conforma y que seguirá intentando piruetas cada vez más difíciles. “Siempre arriesga, es su naturaleza”, declara Peinado. Para cuando se retire, piensa en hacerse entrenador, volver a España para crear un centro de alto rendimiento y popularizar el patinaje.
Enriqueta y Antonio saben que su hijo no es como un futbolista, que no se hará rico con el deporte y tendrá que buscarse la vida cuando deje de competir. No les importa. Son felices viéndolo cumplir su sueño imposible. En verano podrán por fin hacer la reforma en el piso de Cuatro Vientos, esa que iban a pagar hace ocho años con los ahorros que se llevó la aventura de Javi hasta la cima del mundo.
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