La tremenda
UNA de las cosas más agotadoras de nuestro país –aunque no sólo de él– es que, de un largo tiempo a esta parte, todo se tome a la tremenda y con enormes dosis de exageración. Hechos, declaraciones, bromas, opiniones que hace unos años habrían pasado casi inadvertidos son hoy pretexto para que los periodistas, tertulianos, tuiteros y demás, se mesen los cabellos y se rasguen las vestiduras. Bueno, ojalá fuera eso. En realidad sus camisas y sus cabelleras permanecen intactas, y los que quedan andrajosos y despeinados son los objetos de su ira, y cualquiera lo podemos ser. Basta con que alguien meta la pata (poco o mucho), con que se muestre guasón respecto a un colectivo o individuo “blindados” por la corrección política actual, con que diga que está harto de los dueños de perros y de la ridícula adoración que les profesan, o de los ciclistas imbuidos de superioridad moral respecto a los peatones; con que no condene abiertamente los toros, con que tenga dinero fuera del municipio en el que vive, con que critique a una mujer (insisto, a una, no al conjunto de ellas), con que desdramatice la derrota de su equipo de fútbol, para que sobre ese alguien caiga un alud de reproches, censuras, anatemas e insultos, cuando no amenazas de muerte y mutilación. Los españoles vivimos, de nuevo, en constante indignación. Pero, dado que no nos faltan motivos para ella, lo que resulta difícil de explicar es por qué los seguimos buscando donde no los hay. Es como una adicción: cada día tiene que haber algo nuevo que nos soliviante y escandalice, que suscite nuestra condena y haga salir de nuestra boca las reconfortantes palabras “Es intolerable”, o bien “Hay que castigar a esta persona, o a esta empresa, o a esta institución”. Hace poco, el autor de un libro crítico con muchos de los que escribimos en prensa sin ser “expertos”, declaraba que con su denuncia no pretendía que se pusieran límites a la libertad de expresión, pero a la vez pedía que se “despidiera”, “expulsara” o “eliminara” (sus verbos) a los opinadores que le desagradan tanto. Me temo que esa es la hipócrita actitud de buena parte de nuestra sociedad: que cada cual diga lo que quiera, pero ay del que diga lo que a mí me parezca mal, porque entonces procuraremos su linchamiento virtual, su despido, su expulsión y su eliminación.
Lo peor es que la mayoría de los “linchados” se achanta. Hay algo muy semejante al terror a ser señalado por la jauría de tertulianos, tuiteros y locutores justicieros que aguardan con avidez la aparición de un nuevo reo. La gente tiene pánico a ser tachada de sexista, machista, racista, antianimalista, imperialista, colonialista, eurocéntrica (no sé qué se espera de un europeo: ¿que adopte una mirada china, argentina o pakistaní? Lo veo un tanto forzado, la verdad). Poco a poco ese temor conduce a la autocensura y a andarse con pies de plomo, porque esos pecados no sólo se atribuyen a quienes en efecto los hayan cometido, sino a cualquiera que no se una, siempre y en toda ocasión, a la vociferación condenatoria. A mí me parece muy preocupante una sociedad que cada vez se parece más a esas personas que merodean a las puertas de los juzgados para insultar y lanzar maldiciones al detenido de turno, normalmente esposado y por lo tanto indefenso en esos momentos, por grave que sea el delito del que se lo acusa. Se trata de una sociedad ávida de sangre (hasta ahora sólo metafórica, por suerte), que cada mañana da la impresión de levantarse con la siguiente ilusión: “A ver quién cae hoy”. Tan grande es la ilusión que si no cae nadie con motivo, se inventa o se magnifica alguno para no quedarnos sin nuestra ración.
Claro está que no toda la sociedad es así. Entre nosotros sigue habiendo gente ecuánime, razonante, proporcionada, que sabe restar importancia a lo que no la tiene. Pero lo propio de esta gente es permanecer callada, o al menos no alzar la voz, de tal manera que lo que predomina y se oye es el griterío incesante de los airados, de los furibundos, de los que desean despedir, expulsar y eliminar. Estamos en una peligrosa época en la que se consienten y admiten hasta la más peregrina susceptibilidad y la más arbitraria subjetividad. “Si yo me siento ofendido, hay que escarmentar al ofensor”, es el lema universalmente aceptado, sin que casi nunca se pongan en cuestión las excesivas suspicacia o sensibilidad o intolerancia de los supuestamente ofendidos. La prueba es que muchos de los anatemizados se disculpan mediante la siguiente fórmula: “Si he ofendido a alguien con mis palabras o mi comportamiento, le pido perdón”. Siempre habrá “alguien” en el mundo a quien agravie nuestra mera existencia. Ya va siendo hora de que algunos contestemos de vez en cuando: “Si he ofendido a alguien, me temo que es problema suyo y de su delicada piel. Quizá convendría que acudiera al dermatólogo”.
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